Lectura
del día: Deuteronomio 30,10-14. Salmo
69(68),14.17.30-31.33-34.36.37. Carta de San Pablo a los Colosenses 1,15-20.
Evangelio
según San Lucas 10,25-37.
Un
doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro,
¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús
le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en
ella?". Él le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu
prójimo como a ti mismo".
"Has
respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".
Pero
el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta:
"¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús
volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a
Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron
y se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente
bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.También
pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.Pero
un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.
Entonces
se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso
sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.
Al
día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue,
diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'.
¿Cuál
de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los
ladrones?". "El
que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo:
"Ve, y procede tú de la misma manera".
Homilía
por Fray Josué
González Rivera OP:
“Ve y haz tú lo mismo”
Queridos hermanos, ¿cuáles son las problemáticas y
divisiones que enfrentamos hoy en día? Las vemos en múltiples ámbitos:
políticos, económicos, culturales, religiosos, incluso deportivos. No cabe duda
de que vivimos en una época marcada por la fragmentación, cada vez más radical.
Esta realidad no es ajena a ninguno de nosotros; la diversidad de ideas y
opiniones, que en principio debería enriquecernos, muchas veces se convierte en
motivo de conflicto y separación. Nosotros mismos podemos caer en una impaciencia
e intolerancia hacia quienes piensan de manera distinta.
Este problema tiene diversos matices, pero muchos
coinciden en que es necesario advertir parte de su origen en cierto uso de las
redes sociales. Estas plataformas, si no se usan con discernimiento, pueden
encerrarnos en verdaderas “burbujas informativas”, donde solo accedemos a
contenidos que refuerzan nuestros propios puntos de vista, alimentan prejuicios
y dificultan el diálogo sincero. Así, nos vemos fácilmente arrastrados a
discusiones intensas e interminables, que lejos de construir, desgastan y dividen,
sin conducirnos a ninguna parte. Me preocupa especialmente constatar cómo se
radicalizan muchas opiniones en estos espacios digitales. La despersonalización
que permite el anonimato o la distancia virtual debilita el respeto mutuo y el
sentido del otro como persona. En lugar de un intercambio sereno y orientado a
la verdad, asistimos a una proliferación de insultos, descalificaciones y
ataques que empobrecen el debate y nos alejan del auténtico encuentro humano.
Lamentablemente, esta situación no se limita al plano
social de lo que vemos en las noticias. También afecta nuestras relaciones más
cercanas: en nuestras propias familias, con nuestros conocidos y en nuestras
comunidades se pueden hacer evidentes la incomprensión y el distanciamiento,
fruto de visiones divergentes sobre diversos aspectos de la vida.
He querido comenzar con esta mirada parcial de la
realidad porque el Evangelio de este domingo me inspira a considerar una opción
radicalmente distinta frente a estas lógicas de fragmentación y división. La
Palabra de Dios, que siempre es viva y eficaz, nos invita a contemplar una
parábola profundamente provocativa sobre la misericordia.
En la primera parte del Evangelio, un doctor de la ley
“quiere poner a prueba a Jesús” y recita el mandamiento del amor a Dios y al
prójimo. Parece tener claro cómo se debe amar a Dios, pero no tiene tan claro
quién es su prójimo; es decir, ¿a quién se debe amar realmente?
Para responder a esta pregunta, Jesús narra una
parábola que puede dividirse en tres momentos, los cuales constituyen una
auténtica invitación a vivir la misericordia:
1)
Encontrarse con la realidad: La
maldad en el mundo despoja a un hombre (probablemente judío), que es asaltado,
tirado y dejado “medio muerto”. Los Padres de la Iglesia interpretaron que esta
figura representa a la humanidad, abatida por las obras de “los ángeles de la
noche y las tinieblas”, y por su propio pecado, quedando sin fuerzas para
levantarse. A continuación, pasan junto al herido un sacerdote y un levita. Lo
ven, pero no se detienen; pasan de largo. Ellos representan el tiempo de la Ley
y los Profetas, que, si bien advierten la situación, no actúan. No
necesariamente lo hacen por maldad, sino, quizá porque aún no están en
condiciones de ofrecer una ayuda efectiva.
2)
Cargar con la realidad:
El que se detiene y ayuda es un samaritano. Algo que para los oyentes judíos
habría sido escandaloso, pues, imaginemos a alguien de un grupo social o
ideológico totalmente opuesto a nuestras creencias. Pues bien, una persona “no
grata” es la que Jesús pone como ejemplo. Para los judíos, el samaritano era un
impío, un traidor religioso, perteneciente al antiguo reino del norte que se
apartó de la alianza. Y, sin embargo, ese “enemigo” es quien se conmueve, se
acerca, cura al herido y le cede su lugar, sacrificando su propia comodidad.
¿Quién sino Jesús actúa así? Él, Dios hecho hombre, es el verdadero Buen
Samaritano, quien “quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y
en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz”, cómo dice san
Pablo. Solo Cristo puede asumir con radicalidad la realidad del sufrimiento
humano y cargarla sobre sí, traspasando los límites de lo razonable.
3)
Encargarse de la realidad:
Dios no solo cura, sino que también garantiza un futuro para quien ha sido
salvado. El samaritano deja cubiertos los gastos en el albergue y asegura su
cuidado. Los Padres de la Iglesia identificaron este albergue con la Iglesia,
que tiene la misión de continuar la obra del samaritano: sanar, cuidar,
acompañar. No lo hace con recursos propios, sino con los dones dejados por el
Señor antes de su partida. Las interpretaciones simbólicas son muchas: los
denarios pueden representar al Espíritu Santo, la caridad a Dios y al prójimo,
los dos Testamentos, entre otros. Pero todas convergen en una verdad
fundamental: no hay una real ausencia de Dios, sino una presencia distinta, que
sigue actuando a través de su Iglesia, invitándonos a una solidaridad concreta
y efectiva con el prójimo.
Con estas ideas podemos iluminar la realidad, sobre
todo lo primero que compartía. El mensaje del Evangelio no se detiene en una
contemplación pasiva ni en la simple interpretación simbólica. Cuando el doctor
de la ley reconoce que el samaritano actuó como prójimo, Jesús concluye con una
exhortación clara y directa: “Ve y haz tú lo mismo”. Esta invitación no es solo
un consejo moral; es una llamada a asumir el estilo de vida de Cristo, a
encarnar su compasión, su cercanía y su valentía en nuestras propias realidades
cotidianas. Frente a las divisiones que hemos señalado al comienzo, la
respuesta cristiana no puede ser la indiferencia ni el aislamiento. El actuar
evangélico no consiste en elegir a quien amar, sino en que nosotros nos
hacernos prójimos de los otros: no preguntarnos solo quién merece ser amado,
sino a quién puedo acercarme para amar y servir.
Ser prójimo es una decisión, una actitud activa y
comprometida, no una mera circunstancia geográfica o afectiva. La parábola nos
enseña que el verdadero prójimo es el que se aproxima con entrañas de
misericordia. Por eso, el Papa Francisco recurría con frecuencia a este texto,
porque nos enseña a cultivar una espiritualidad del encuentro: reconocernos
heridos y salvados a nosotros mismos, y mirar al otro no como una amenaza, sino
como un hermano que me interpela; salir de nuestra comodidad para cargar con las
heridas ajenas; y dejar que el amor de Cristo, ya presente en la Iglesia, se
haga visible en nuestras acciones concretas.
Hoy más que nunca, la comunidad cristiana está llamada
a ser ese "albergue" que acoge y cuida, que no excluye, sino que
acompaña con ternura y firmeza evangélica, dejando de promover más
fragmentación. Cada uno de nosotros puede colaborar en esta misión: en la
familia, en el trabajo, en la vida pública, y también en el espacio digital,
siendo sembradores de reconciliación, constructores de comunión y testigos de
una misericordia que no discrimina ni se cansa. El actuar cristiano no es fruto
de un idealismo ingenuo, sino de una experiencia transformadora con el Buen
Samaritano que, habiéndonos sanado, ahora nos envía a ayudar a sanar. Que el
Señor renueve en nosotros la fuerza para ir y hacer lo mismo, para ser
samaritanos con rostro de Cristo en medio de un mundo herido.