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lunes, 27 de diciembre de 2021

Contemplando al discípulo amado junto a Jesús




Hoy celebramos la festividad de san Juan, apóstol y evangelista. Y quiero invitarme a contemplar dos imágenes bíblicas del evangelio de Juan.

La tradición cristiana atribuye la autoría del cuarto evangelio al apóstol Juan, aunque la redacción final del libro es el resultado de una elaboración en la que también intervinieron los discípulos de Juan, hijo de Zebedeo, quien junto con su hermano Santiago y con Pedro, fue testigo de la transfiguración de Jesús.

“El discípulo a quien Jesús amaba” es una expresión que aparece seis veces en el Evangelio de Juan para denominar a uno de los discípulos del grupo original de seguidores de Jesús de Nazaret, y que no aparece en ningún otro de los evangelios. Encontramos a este discípulo amado que se reclinó sobre el pecho de Jesús, durante la última cena (Juan 13, 21-26); también aparece al pie de la cruz, junto a la madre de Jesús (Juan 19, 26-27). Es quien corre junto con Pedro hacia el sepulcro vacío (Juan 20, 2 – Juan 20, 8). Es aquel discípulo que reconoció a Jesús resucitado en el Mar de Tiberíades (Juan 21, 7) y por último encontramos esta expresión referida al discípulo sobre el que Pedro le pregunta a Jesús acerca del destino del mismo: “Pedro, volviéndose, vio que lo seguía el discípulo al que Jesús amaba, el mismo que durante la Cena se había reclinado sobre Jesús…” (Juan 21, 20-23).

Una tradición que se inicia en el siglo II con San Ireneo de Lyon (Adversus Haereses II, 22, 5; Adversus Haereses III, 1, 1) y, después de él, San Agustín (Comentarios al Evangelio de Juan LXI, 4), y otros Santos Padres como San Juan Crisóstomo, San Gregorio y, más tarde, Beda identifica al «Discípulo Amado» con Juan, el discípulo del Señor.

A lo largo de los siglos se generaron distintos debates sobre esta expresión con la intención de identificar al “discípulo amado”, pero más importante que saber el nombre del "discípulo a quien Jesús amaba" es conocer qué posible significado implica esta figura. Una implicancia posible es señalada por el autor Luis H. Rivas, quien luego de recorrer todas las escenas donde se presenta esta expresión, afirmó: A través de la figura del «Discípulo Amado», el Evangelio según San Juan parece describir no solo a un personaje histórico, sino además al cristiano ideal, como aquel que:

-          tiene familiaridad con Cristo y recibe sus confidencias,

-          permanece junto a la cruz del crucificado y recibe a María como a su propia madre,

-          permanece junto a Pedro.

-          tiene fe en la resurrección del Señor y sabe reconocer al resucitado.

En resumen, todos estamos llamados a ser ese “discípulo amado”, abiertos a la experiencia del encuentro amoroso con Jesús.

Para seguir profundizando en esta expresión te invito a contemplar dos imágenes bíblicas, en primer lugar la imagen donde el “discípulo amado” se reclina sobre Jesús en la última cena, esta escena refleja la profundad intimidad del discípulo con su maestro: Jesús. (Juan 13, 21-25)


“Así pues, para Juan ésta es la imagen del perfecto discipulado. Nosotros somos “aquel a quien ama Jesús” y necesitamos reclinar nuestras cabezas en el pecho de Jesús de forma que oigamos el latido de su corazón y, desde ahí, asomarnos al mundo. El estar en sintonía con el latido del corazón de Jesús y el recostarnos en su pecho con placer e intimidad nos dará a la vez la visión y alimento que necesitamos para vivir nuestras vidas.”[1]

Esta imagen también posee una simbología eucarística, el mismo autor Ronald Rolheiser, expresó:

“Lo que vemos en esta imagen (una persona, con su oído junto al corazón de Jesús), es cómo Juan quiere que nos imaginemos a nosotros mismos cuando participamos en la Eucaristía, ya que en el fondo la Eucaristía es eso precisamente, un reclinarnos físicamente sobre el pecho de Cristo. En la Eucaristía Jesús nos ofrece, físicamente, un pecho donde reclinarnos, dónde nutrirnos, dónde sentirnos sanos y salvos y desde donde podemos mirar al mundo.”

El beato Carlo Acutis, se sintió siempre muy cercano a la figura de san Juan apóstol, el discípulo amado[2]. Este joven que falleció con 15 años, realizaba varias veces a la semana momentos de oración en adoración eucarística, en una oportunidad, alguien le preguntó como rezaba frente a Jesús Eucaristía y él respondió: “No hablo con muchas palabras, sólo me recuesto sobre su pecho, como lo hizo san Juan, el discípulo amado, en la última cena”.



Te propongo que realices una visita a Jesús Eucaristía y en un momento de adoración, te sientas invitado a reclinar tu cabeza en el pecho de Jesús, a escuchar su voz y los latidos de su corazón, a descansar en él y también a dialogar con él entregándole todas tus inquietudes, imitando al discípulo amado que nos relata esta cita bíblica. (Juan 13, 21-25)

 

- La segunda imagen bíblica que te invito a contemplar es a Jesús crucificado acompañado por María y el discípulo amado (Juan 19,25-27)

En primer lugar cabe destacar que el discípulo amado permanece junto a Jesús crucificado y estamos llamados a unir los dolores, y las cruces diarias de nuestra vida a la cruz de Jesús, siempre cercanos a nuestra madre María, regalo de la maternidad que Jesús dio para toda la humanidad en la imagen del discípulo amado, como él sepamos acoger a María en nuestra casa, en nuestros corazones.


Hay muchos beatos y santos que fueron grandes contemplativos de este momento del calvario y unieron sus vidas a Jesús crucificado, yo quiero destacar a la venerable Antonietta Meo, conocida como Nennolina, quien falleció con tan solo casi 7 años (1930-1937) después de ser diagnosticada de cáncer a los huesos y de sufrir la amputación de una de sus piernas. Ella unió todos estos dolores a la cruz de Cristo, fue una gran contemplativa del calvario y esto se refleja en sus cartas:

«¡Te saludo, te adoro a ti Jesús!… Y siempre quiero estar en el Calvario bajo la cruz»[3]

«Querido Jesús, te quiero mucho y quiero hacer aquello que Tú quieras que haga, quiero abandonarme en Tus manos […] quiero permanecer siempre bajo la Cruz contigo»[4]

La pequeña Antonietta le recomendó a su madre contemplar a María al pie de la cruz en el calvario.[5]

Para terminar quiero destacar una frase de Orígenes de Alejandría (citado por Juan Pablo II en la encíclica “REDEMPTORIS MATER”) que nos ayuda a contemplar estas dos imágenes bíblicas:

“Los Evangelios son las primicias de toda la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios; ninguno puede percibir su significado si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre”[6]

 

En este día que celebramos a San Juan evangelista, aquel que experimento el gran amor de Jesús, le pidamos que también nosotros tengamos un corazón abierto a los misterios de Dios para acoger su gran amor manifestado en Jesús, que se hizo hombre y se quedó entre nosotros en la Eucaristía.

San Juan, ruega por nosotros!

 

Diego Olivera



[1] (Ronald Rolheiser -  “Escuchando los latidos del corazón de Cristo)

[2] (Nicola Gori – “Un genio de la informática en el Cielo”)

[3] Carta 128, 31 de Enero de 193

[4] Carta 151, 30 de Marzo de 1937

[5] P. JUAN RETAMAR SERVER, CVMD, “Antonietta Meo, La sabiduría de los pequeños”

[6] Comm. in Ioan., 1, 6: PG 14, 31; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., X, 129-131: CSEL, 32/4, 504 s.


Más información sobre la venerable Antonietta Meo:



Más información sobre el beato Carlo Acutis:





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viernes, 10 de abril de 2020

"EL PADRE Y LA CRUZ" - P. Sergio Romera

"Un silencio que habla, una ausencia que abraza, un abandono que salva"
"La lagrima de Dios Padre en la pasión del Hijo"


Queridos amigos:

El viernes santo es el centro del Triduo Pascual, el día en que por escena tenemos el Gólgota, por escenografía la cruz y por protagonista de este irrepetible drama a Jesús, el “Rey de los judíos”. Es de los tres días la estampa más lúgubre, oscura y sombría, en la que el drama se tiñe de llantos, los gritos sacuden y aturden, la muerte invade amenazante. El viernes santo es la bisagra entre la amistad cálida y compartida de una “última cena” y la manifestación portentosa y poderosa de una piedra que deslizándose deja entrever, velada y misteriosa, la victoria de la cruz. Entre la amical cena del jueves que ya ha pasado y la admiración del domingo de Pascua que esperamos, hoy clavamos las raíces de nuestras rodillas en el madero del viernes santo de la cruz. Un día en que la tierra tiembla y el cielo se estremece, los altares están desnudos, los sagrarios vacíos, las imágenes tapadas, las luces apagadas, y particularmente en este tiempo de pandemia, los templos cerrados y despoblados. Es el único día del año en que el sacrificio eucarístico de la misa no se celebra en toda la faz de la tierra.

Contemplemos e imaginemos por un instante el proscenio de la cruz: Jesús clavado en los extremos de sus manos y sus pies; la sangre vertía torrencialmente desangrándose; su piel flagelada cubierta de llagas; tendones abiertos teñidos de polvo; su cabeza coronada de finas y puntiagudas perlas llamadas espinas; su cuerpo desnudo, vulnerado, expuesto a las miradas burlonas de algunos y a la vista de otros que con mediocre vergüenza lo miraban y que Él con amor los perdonaba. Su corazón roto, herido, traspasado. Esta es la historia de un drama que tiene por protagonista a un rey aparentemente destronado. Muerto en el más rotundo silencio desesperado; en el impotente abandono de los amigos; en el sádico silencio de su Padre.

Amigos si este es el proscenio, si así está escrito el drama, y el protagonista es la cruz de quien en silencio entrega su vida, sufriendo la traición y la ausencia de sus amigos y la entrega de su propio Padre ¿qué es lo que hoy celebramos? ¿Qué podemos celebrar con este panorama? ¿Hay algo para celebrar? Yo diría que sí, más aún, hoy es un día en el que no podemos los cristianos dejar de celebrar y agradecer. ¿Por qué? Porque hoy, misteriosa y paradójicamente celebramos, no solo el regalo de la salvación que Jesús nos entrega con su muerte. Hoy, viernes sombrío de la cruz, recibimos otro regalo. ¿Cuál? El regalo del Padre. ¡Así es amigos! Hoy con la muerte del Hijo recibimos un nuevo y definitivo Padre. Es que en este drama de la cruz hay dos protagonistas: Jesús, el Hijo que se entrega al Padre, y el Padre, que abandona y entrega a su Hijo. Por eso dice San Pablo: Dios no perdonó ni a su propio Hijo;antes bien, lo entregó por todos nosotros (Rm 8, 32).

Pero si esto es así, inevitablemente surge la pregunta ¿Qué tipo de Padre es Dios que no perdonó a su Hijo? ¿Qué tipo de Padre es Dios que fue capaz de entregar a su propio y único Hijo al horror de una muerte injusta, inicua e infame? ¿Quién es este Dios que ante el grito de Jesús en la cruz, prefirió el silencio; ante el sufrimiento de su Hijo, prefirió la ausencia; y ante el clamor de la entrega, prefirió abandonarlo? Amigos… ¿qué tipo de Padre podemos recibir hoy, si fue Él mismo quien lo entregó? Vistas así las cosas, más que un Padre, pareciera ser un monstruo desalmado, sanguinario y cruel malvado, un mísero castrador y castigador, que pareciera estar en el cielo, cómodo y solitario, contemplando el escenario de su Hijo desfigurado, como única paga de todos nuestros pecados. ¿Esto es así realmente? Rotundamente NO.

El Padre no es un Dios que desde lejos y escondido, ajeno y lejano, miraba como pasivo espectador, el proscenio sangriento y desgarrado de su Hijo en el camino de la cruz. No. Padre e Hijo estaban unidos en la pasión. Juntos fueron a la cruz, juntos fueron escupidos, burlados, denigrados y azotados. Juntos, caminaron y cargaron el leño pesado del marrón amaderado de la cruz. Juntos sangraron gota tras gota hasta expirar el último suspiro y respiro de la muerte. Es aquí, en el instante decisivo de la cruz, donde la suprema trascendencia del Padre y la kénosis (anonadamiento) inmanente del Hijo se tocan, se rozan, se abrazan. 

Los brazos de la cruz fueron los brazos del Padre. Los extremos de la cruz fueron sus manos paternales. Más que a los brazos de la cruz, Jesús está firmemente clavado en el tierno y dilatado regazo del Padre. Y desde ese eterno e inefable abrazo entre la carne del Hijo y el madero del Padre, fluye y brota el más puro y poderoso amor capaz de sanar las heridas del Hijo y enjugar las lágrimas del Padre: el Espíritu Santo. En la cruz, el Hijo experimenta el mayor suplicio que es el abandono del Padre; pero a su vez, en el extremo de ese abandono, Padre e Hijo viven la mayor cercanía de la historia, el eterno instante en que Jesús cumple y entrega su misión al Padre. Así, hay agónica lejanía en la muerte y gozosa comunión en la misión. Es aquí, en la debilidad y sufrimiento de la cruz donde el Padre se revela como Soberano y en la aparente derrota de la muerte donde se revela como Todopoderoso. Por ello, el silencio del Padre nos habla, su ausencia hoy nos abraza, y su abandono nos salva.

Hoy viernes santo celebramos la pasión del Hijo y la pasión de un Impasible que es el Padre. Un Dios Todopoderoso capaz de sufrir, no por carencia de su ser sino por la abundancia de su Ser, que es el amor. Ésto es lo que significa que “Dios no perdonó ni a su propio Hijo”. Acaso ¿hay mayor amor que el de un padre por su hijo? ¿Hay mayor dolor que el de un Padre ver morir a su Hijo? Es esto lo que vivió, entregó y sufrió Dios con su Hijo y sigue sufriendo con nosotros sus hijos. Donde hay sufrimiento Dios nos acaricia, donde hay silencio Dios nos habla con ternura; donde hay soledad y ausencia Él nos acompaña, donde hay debilidad Él puede salvarnos; donde hay cruz y muerte Dios pone amor. Él es el Dios que sufre por amor en la cruz y que sufre con la cruz de cada hombre por amor.

Amigos, como dice el refrán: “amor con amor se paga”. Por ello, ante tanto amor en la cruz solo podemos responder con amor. Eso es lo que la liturgia nos propone mediante el gesto de la adoración de la cruz con un beso, y no hay pandemia ni aislamiento social que impida responder al Amor con un beso de amor. Por ello te propongo en este día lo siguiente: toma una cruz; mírala detenidamente y contempla al crucificado; intenta ver en el madero de la cruz los brazos amorosos del Padre que sostienen y acogen la entrega de su Hijo; contempla su amor y respóndele con un beso a la cruz.

Pero… ¡ojo! No te apresures ni lo hagas ligeramente. Recuerda que también con un beso Jesús fue traicionado. Te invito a que antes de besar la cruz te preguntes ¿cómo es mi beso a la cruz? ¿Cómo beso la cruz de cada día? ¿Será un beso amoroso, confiado y tierno de un hijo a su Padre, o el triste y trágico beso de un mísero traidor? ¿Será el verdadero beso de adoración o el beso del pecado que sigue martillando y matando al amor?

¿Cómo será tu beso?

Padre Sergio Romera, Arquidiocesis de San Juan de Cuyo


Otras publicaciones del autor, en este blog:

"Los colores de Semana Santa" - P. Sergio Romera

¿POR QUÉ CREO EN DIOS? - P. Sergio Romera

¿En qué Dios yo creo? - P. Sergio Romera



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viernes, 8 de abril de 2016

LA PRECIOSA Y VIVIFICANTE CRUZ DE CRISTO


¡Oh don valiosísimo de la cruz! ¡Cuán grande es su magnificencia! la cruz no encierra en sí mezcla de bien y de mal, como el árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable, tanto para la vista como para el gusto. Se trata, en efecto, del leño que engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que introduce en el Edén, no que hace salir de él. La cruz es el madero al cual subió Cristo, como un rey a su carro de combate, para, desde él, vencer al demonio, que detentaba el poder de la muerte, y liberar al género humano de la esclavitud del tirano.

Es el madero en el cual el Señor, como esforzado guerrero, heridos en la batalla sus pies, sus manos y su divino costado, curó las llagas de nuestras malas acciones, es decir, nuestra naturaleza herida de muerte por el dragón infernal.

Primero hallamos la muerte en un árbol, ahora en otro árbol hemos recuperado la vida; los que habíamos sido antes engañados en un árbol hemos rechazado a la astuta serpiente en otro árbol. Nueva y extraña mudanza, ciertamente. A cambio de la muerte se nos da la vida, a cambio de la corrupción se nos da la incorrupción, a cambio del deshonor se nos da la gloria.

No sin motivo exclamaba el santo Apóstol: En cuanto a mí, líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por él el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Pues aquella suprema sabiduría que nace de la cruz ha desmentido la jactancia de la sabiduría del mundo y la arrogancia de lo que no es más que necedad. Los bienes de toda clase que dimanan de la cruz han destruido todo germen de malicia.

Ya desde el principio del mundo, todas aquellas cosas que no eran sino figuras y anuncios anticipados de este leño fueron signo e indicio de algo mucho más admirable que ellas mismas. Mira, si no, tú que deseas saberlo. ¿Por ventura no escapó Noé del desastre del diluvio, por decisión divina, él, su esposa, sus hijos y las esposas de éstos, y los animales de cada especie, en un frágil madero?

¿Qué significaba también la vara de Moisés? ¿No era acaso una figura de la cruz? Cuando convirtió el agua en sangre, cuando devoró a las falsas serpientes de los magos, cuando con su golpe y virtud dividió las aguas del mar, cuando de nuevo las volvió a su curso, sumergiendo en ellas al enemigo y preservando al pueblo elegido. 

Semejante poder tuvo la vara de Aarón, figura también de la cruz, que floreció en un solo día, demostrando así quién era el legítimo sacerdote.

También Abraham anunció la cruz de antemano cuando puso a su hijo atado sobre el montón de maderos.

Por la cruz fue destruida la muerte, y Adán fue restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, por ella fueron coronados todos los mártires, santificados todos los santos. Por la cruz nos revestimos de Cristo y nos despojamos del hombre viejo. Por la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un solo redil y destinados al aprisco celestial.



De las Disertaciones de san Teodoro Estudita
(Disertación sobre la adoración de la cruz: PG 99, 691-694. 695. 698-699)


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