sábado, 10 de mayo de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP


Lecturas del día: Libro de los Hechos de los Apóstoles 13,14.43-52. Salmo 100(99),2.3.5. Apocalipsis 7,9.14b-17.


Evangelio según San Juan 10,27-30.


Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.

Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.

El Padre y yo somos una sola cosa".


Homilía por Fray Josué González Rivera OP 


Este domingo, llamado tradicionalmente Domingo del Buen Pastor, la liturgia nos invita a contemplar el misterio de Cristo que nos llama, nos conoce y nos conduce hacia la vida eterna. Las lecturas de hoy no solo nos ofrecen consuelo, sino también una fuerte llamada a la escucha, al discernimiento y al testimonio.


Jesús nos dice en el Evangelio de san Juan: “Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna”. Esta afirmación de Cristo es profundamente personal y a la vez universal. Nos sitúa ante una relación que no es simplemente religiosa o ritual, sino vital y existencial. Somos conocidos por el Buen Pastor, no de manera superficial, sino en lo profundo de nuestro ser. Él conoce nuestras luchas, nuestras heridas, nuestras búsquedas. Pero también espera de nosotros una respuesta: la escucha atenta de su voz.


Vivimos inmersos en un mundo saturado de voces, mensajes e imágenes que pugnan por captar nuestra atención. Voces que a menudo prometen felicidad, seguridad, reconocimiento... pero que, en realidad, nos desorientan y nos dispersan. Es por ello que urge afinar el oído del corazón para discernir la voz del único Pastor que no nos engaña: aquel que da la vida por sus ovejas. Su voz no grita, no impone, pero resuena con fuerza en la conciencia del que la acoge con fe. Escuchar su voz significa dejarse encontrar, dejarse conducir, y también dejarse transformar.


Jesús añade: “Yo les doy vida eterna”. No dice “les daré”, sino les doy. La vida eterna, entonces, no es simplemente un premio futuro para después de la muerte; es una realidad que comienza a anticiparse ya, aquí y ahora, en el corazón de los creyentes que viven unidos a Cristo. Desde el bautismo hemos sido sumergidos en su vida, y por tanto vivimos ya la vida divina, aunque todavía en camino, entre luces y sombras. La gran cuestión es si acogemos o no ese don, si vivimos como ovejas que escuchan y siguen, o si preferimos dispersarnos en nuestras propias sendas.


La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles nos presenta el coraje apostólico de Pablo y Bernabé, que no se dejan vencer por el rechazo ni por la persecución. En ellos actúa la fuerza de la Palabra de Dios, una Palabra viva, convocante, universal, gozosa y expansiva. Es notable cómo se repite en el texto la centralidad de la Palabra del Señor: es ella la protagonista verdadera de la misión eclesial. Ellos prestan su voz, pero es el Buen Pastor quien habla a través de sus enviados. Aquel pueblo que escuchó a Pablo y Bernabé tuvo la lucidez espiritual de reconocer la voz de Cristo en medio de ellos. Así también nosotros, hoy, debemos preguntarnos: ¿sabemos distinguir su voz entre tantas otras? ¿Nos tomamos el tiempo para silenciar el ruido exterior e interior y escuchar lo que Dios quiere decirnos en su Palabra?

La visión del Apocalipsis nos muestra el desenlace glorioso de esta historia de escucha y fidelidad: una multitud incontable, de toda lengua y nación, que ha lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Es una imagen de esperanza y de plenitud. Ellos ya no padecen ni hambre ni sed, ni llanto ni dolor, porque el Cordero-Pastor los ha conducido a las fuentes de agua viva. Esta visión no es evasiva; es el horizonte que da sentido a nuestro esfuerzo presente. Saber que estamos en manos del Resucitado, y que nadie puede arrebatarnos de allí, es una fuente inagotable de alegría.


Como la Iglesia primitiva, nosotros también estamos llamados a colaborar con Cristo en la extensión de su voz. Como aquellos primeros discípulos, no podemos guardar para nosotros el tesoro del Evangelio. La misión brota de la alegría de sabernos salvados. Ser cristiano no es simplemente un consuelo personal, sino una vocación a ser testigo, a que otros también escuchen y se dejen alcanzar por la voz del Pastor.


Y, añadiendo algo sobre la elección del nuevo Papa, León XIV, este hecho que ha generado esperanza y expectación en tantos fieles, también debe entenderse desde esta perspectiva: el sucesor de Pedro no es un mero administrador o figura pública, sino ante todo un pastor según el corazón de Cristo. Como tal, su primera tarea es escuchar la voz del Buen Pastor para luego transmitirla con autenticidad al Pueblo de Dios, buscando ser el también un “buen pastor” a imagen de “El Buen Pastor”. Que su inicio de pontificado coincida con esta conmemoración es providencial y va más allá de cualquier coincidencia. El Papa es, por vocación, un garante de la unidad, un testigo de la Palabra y un servidor de la comunión universal.


Que este domingo nos renueve en la certeza de que pertenecemos a Cristo, escuchando su voy y descubriendo que hemos sido conocidos por Él, invitados a participar de su vida eterna. Que podamos también ser instrumentos de su voz, cada uno en su vocación especial, para que todos escuchen, todos crean, y nadie se quede fuera del banquete del Reino.



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viernes, 9 de mayo de 2025

Homilía del papa León XIV en la santa misa con los cardenales




A las 11.00 de esta mañana (hora de Roma), en la Capilla Sixtina, el Santo Padre León XIV presidió como Sumo Pontífice, su primera celebración Eucarística con los Cardenales electores. 

A continuación compartimos la homilía del Papa:

«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Con estas palabras Pedro, interrogado por el Maestro junto con los otros discípulos sobre su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite.  Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre. 

En Él Dios, para hacerse cercano a los hombres, se ha revelado a nosotros en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. CONCILIO 
VATICANO II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos  podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo, supera todos nuestros límites y capacidades. 

Pedro, en su respuesta, asume ambas cosas: el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la humanidad. Nos las confía a nosotros, elegidos por Él antes de que nos formásemos en el vientre materno (cf. Jr 1,5), regenerados en el agua del Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin ningún mérito propio, conducidos aquí y desde aquí enviados, para que el Evangelio se anuncie a todas las criaturas (cf. Mc 16,15). Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Co 4,2) en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; de modo que esta sea cada vez más la ciudad puesta 
sobre el monte (cf. Ap 21,10), arca de salvación que navega a través de las mareas de la historia, faro 
que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a 
la grandiosidad de sus construcciones —como los monumentos en los que nos encontramos—, sino por la santidad de sus miembros, de ese «pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9).

Con todo, por encima de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe, hay otra pregunta: «¿Qué dice la gente —pregunta Jesús—sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»  (Mt 16,13). No es una cuestión banal, al contrario, concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones. 

«¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?» (Mt 16,13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando, podremos encontrar dos posibles respuestas a esta 
pregunta, que delinean otras tantas actitudes. 

En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo señala que la conversación entre Jesús y los suyos acerca de su identidad sucede en la hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, rica de palacios lujosos, engarzada en un paraje natural encantador, a las faldas del Hermón, pero también sede de círculos crueles de poder y teatro de traiciones y de infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona que carece totalmente de importancia, al máximo un personaje curioso, que puede suscitar asombro con su modo insólito de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelva molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que solicita,  este mundo no dudará en rechazarlo y eliminarlo. 

Hay también otra posible respuesta a la pregunta de Jesús, la de la gente común. Para ellos el Nazareno no es un charlatán, es un hombre recto, un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas  justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos hasta donde pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados. 

Llama la atención la actualidad de estas dos actitudes. Ambas encarnan ideas que podemos 
encontrar fácilmente —tal vez expresadas con un lenguaje distinto, pero idénticas en la sustancia—
en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer.
 
Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente, porque la falta de  fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia,  la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas  heridas más que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad. 

No faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido  solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, 
sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho.  Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Es fundamental hacerlo antes de nada en nuestra relación personal con Él, en el compromiso con un camino de conversión cotidiano. Pero también, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando a todos la Buena Noticia (cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática, Lumen gentium, 1).

Lo digo ante todo por mí, como Sucesor de Pedro, mientras inicio mi misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la caridad la Iglesia universal, según la célebre expresión de S. Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Proemio). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribía a los cristianos que allí se encontraban: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo» (Carta a los Romanos, IV, 1). Hacía referencia a ser devorado por las fieras del circo —y así ocurrió—, pero sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo. 

Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de 
María, Madre de la Iglesia. 

BOLLETTINO N. 0300 - 09.05.2025 - Oficina de prensa de la Santa Sede
Derecho de autor: Vatican Media 



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domingo, 27 de abril de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP



Lecturas del día: Libro de los Hechos de los Apóstoles 5,12-16. Salmo 118(117),2-4.22-24.25-27a. Apocalipsis 1,9-11a.12-13.17-19.


Evangelio según San Juan 20,19-31.


Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".

Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.

Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".

Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.

Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.

Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". Él les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré".

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".

Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe".

Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!".

Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".

Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro.

Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.


Homilía por Fray Emiliano Vanoli OP


Vivimos de Su Presencia


A diferencia de los otros Evangelios, el Evangelio de San Juan nos ofrece una perspectiva particular de la resurrección del Señor Jesús. Frente al signo de la tumba vacía —representado de diversas maneras a lo largo de los siglos (basta buscar algunas imágenes en internet)—, tal vez porque resulta más fácil de concebir que al mismo Señor resucitado, San Juan nos enseña algo más profundo. En el Evangelio de este domingo leemos: “Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Estas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.” (Jn 20,30-31)


Del signo de la tumba vacía…

El domingo pasado, en el día de la Resurrección, el Evangelio de San Juan concluía así: “Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él debía resucitar de entre los muertos.” (Jn 20,8-9)

La tumba vacía, y las vendas cuidadosamente dobladas, no constituyen por sí mismas una prueba irrefutable de la resurrección. Son más bien un signo, una ocasión para que San Juan recuerde las Escrituras y, en el corazón iluminado por la Palabra, crea. No es la mera ausencia del cuerpo en el sepulcro lo que funda la fe, sino la presencia viva de la Palabra de Dios que resuena en el alma. Aunque entonces los discípulos todavía no alcanzaban a comprender todas las consecuencias de su fe, ya comenzaba en ellos la vida nueva.


…a la realidad misma: la presencia del Señor

San Juan, por tanto, pone el acento no en la ausencia del cuerpo, sino en la presencia explícita, admirable y gozosa de Jesús resucitado. De hecho, es el evangelista que más encuentros relata entre Jesús resucitado y sus discípulos, y el único que nos confía que hubo muchas otras manifestaciones que no han quedado registradas. Seguramente esta sensibilidad se debe a su profunda experiencia de cercanía con Jesús durante su vida pública, la misma que le valió el título de “el discípulo amado”, probablemente también por ser el más joven.

En última instancia, San Juan nos enseña que los relatos de las apariciones no son simplemente recuerdos, sino testimonios escritos para que tengamos fe, y para que, creyendo, tengamos vida en su nombre.


Vivimos de su presencia

Este, creo, es el punto central de la resurrección de Jesús: su victoria sobre la muerte, el pecado, la enfermedad y el mal, son los obstáculos superados para hacer posible su presencia viva y permanente entre nosotros. La vida cristiana se define precisamente por esta relación con Cristo resucitado: estar con Él, gozar de su presencia, es el signo más auténtico de un creyente y el principio de su propia resurrección.

No vivimos de meros símbolos, sino de la presencia real que ellos transmiten y evocan. Los signos litúrgicos, las palabras de la Escritura, los sacramentos, no son meras memorias, sino encuentros actuales con el Señor vivo.


Hemos celebrado una nueva Pascua y continuaremos celebrándola a lo largo de varias semanas. Es una oportunidad privilegiada para renovar nuestra fe en la verdad más cotidiana y vivificante: ¡He aquí a Jesús, nuestra vida, presente entre nosotros!



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jueves, 17 de abril de 2025

Novena pre-canonización del Beato Carlo Acutis (vía WhatsApp)





Expo Carlo Acutis y Misión Fátima, invitan a unirse al rezo de la novena preparatoria por la canonización del beato conocido como "el ciber apóstol de la Eucaristía", deseando que sean días de gracia y bendición para todos los que participen de esta oración 

Esta iniciativa surgió hace 6 años a través de grupos de WhatsApp donde se unieron personas de distintas partes del mundo a través de la oración. 

Este año se enviará la novena a través del siguiente canal de Whatsapp:

La propuesta incluye:
- Las oraciones de la novena (texto y audio)
- Meditaciones para vivir más en profundidad el Triduo Pascual 
- Preparación para la Fiesta de la Divina Misericordia (domingo 27/04, con la posibilidad de obtener indulgencias plenarias).
- Propuestas concretas para vivir la misericordia (Carlo tenía una gran devoción a la Divina Misericordia y se esforzaba por vivir la santidad en lo cotidiano poniendo en práctica las obras de misericordia corporales y espirituales)
- Videos con testimonios de familiares y amigos de Carlo, que ponen de manifiesto la manera en que él vivió la santidad.

Providencialmente, la Fiesta de la Divina Misericordia coincide con la fecha de canonización del beato Carlo Acutis y con el aniversario de la canonización de San Juan Pablo II, quien fuera ferviente devoto y propagador de esta devoción manifestada por Jesús a Santa Faustina Kowalska. De hecho, este Pontífice fue quien instituyó la Fiesta de la Divina Misericordia y, desde entonces, cada año la Iglesia otorga en esa fecha el don de la Indulgencia Plenaria a los fieles que deseen obtenerla (para sí mismos o para un difunto) y que cumplan con las condiciones habituales (confesión, comunión sacramental y oración por las intenciones del Santo Padre). 

Quienes deseen rezar esta novena pueden sumarse a este canal de WhatsApp (los mensajes aparecerán en la sección “novedades”, debajo de los estados): https://whatsapp.com/channel/0029VaqqcgDGU3BQfu5pLk2d




Más publicaciones del Beato Carlo Acutis:















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sábado, 12 de abril de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP


Lecturas del día: Libro de Isaías 50,4-7.Salmo 22(21),8-9.17-18a.19-20.23-24.Carta de San Pablo a los Filipenses 2,6-11.


Evangelio según San Lucas 22,14-71.23,1-56.


Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo:

"He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión,

porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios".

Y tomando una copa, dio gracias y dijo: "Tomen y compártanla entre ustedes.

Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios".

Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía".

Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes.

La mano del traidor está sobre la mesa, junto a mí.

Porque el Hijo del hombre va por el camino que le ha sido señalado, pero ¡ay de aquel que lo va a entregar!".

Entonces comenzaron a preguntarse unos a otros quién de ellos sería el que iba a hacer eso.

Y surgió una discusión sobre quién debía ser considerado como el más grande.

Jesús les dijo: "Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores.

Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor.

Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve.

Ustedes son los que han permanecido siempre conmigo en medio de mis pruebas.

Por eso yo les confiero la realeza, como mi Padre me la confirió a mí.

Y en mi Reino, ustedes comerán y beberán en mi mesa, y se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.

Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo,

pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos".

"Señor, le dijo Pedro, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte".

Pero Jesús replicó: "Yo te aseguro, Pedro, que hoy, antes que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces".

Después les dijo: "Cuando los envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalia, ¿les faltó alguna cosa?".

"Nada", respondieron. El agregó: "Pero ahora el que tenga una bolsa, que la lleve; el que tenga una alforja, que la lleve también; y el que no tenga espada, que venda su manto para comprar una.

Porque les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: Fue contado entre los malhechores. Ya llega a su fin todo lo que se refiere a mí".

"Señor, le dijeron, aquí hay dos espadas". El les respondió: "Basta".

En seguida Jesús salió y fue como de costumbre al monte de los Olivos, seguido de sus discípulos.

Cuando llegaron, les dijo: "Oren, para no caer en la tentación".

Después se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba:

"Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya".

Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba.

En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo.

Después de orar se levantó, fue hacia donde estaban sus discípulos y los encontró adormecidos por la tristeza.

Jesús les dijo: "¿Por qué están durmiendo? Levántense y oren para no caer en la tentación".

Todavía estaba hablando, cuando llegó una multitud encabezada por el que se llamaba Judas, uno de los Doce. Este se acercó a Jesús para besarlo.

Jesús le dijo: "Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?".

Los que estaban con Jesús, viendo lo que iba a suceder, le preguntaron: "Señor, ¿usamos la espada?".

Y uno de ellos hirió con su espada al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha.

Pero Jesús dijo: "Dejen, ya está". Y tocándole la oreja, lo curó.

Después dijo a los sumos sacerdotes, a los jefes de la guardia del Templo y a los ancianos que habían venido a arrestarlo: "¿Soy acaso un ladrón para que vengan con espadas y palos?

Todos los días estaba con ustedes en el Templo y no me arrestaron. Pero esta es la hora de ustedes y el poder de las tinieblas".

Después de arrestarlo, lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote. Pedro lo seguía de lejos.

Encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor de él y Pedro se sentó entre ellos.

Una sirvienta que lo vio junto al fuego, lo miró fijamente y dijo: "Este también estaba con él".

Pedro lo negó, diciendo: "Mujer, no lo conozco".

Poco después, otro lo vio y dijo: "Tú también eres uno de aquellos". Pero Pedro respondió: "No, hombre, no lo soy".

Alrededor de una hora más tarde, otro insistió, diciendo: "No hay duda de que este hombre estaba con él; además, él también es galileo".

"Hombre, dijo Pedro, no sé lo que dices". En ese momento, cuando todavía estaba hablando, cantó el gallo.

El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro. Este recordó las palabras que el Señor le había dicho: "Hoy, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces".

Y saliendo afuera, lloró amargamente.

Los hombres que custodiaban a Jesús lo ultrajaban y lo golpeaban;

y tapándole el rostro, le decían: "Profetiza, ¿quién te golpeó?".

Y proferían contra él toda clase de insultos.

Cuando amaneció, se reunió el Consejo de los ancianos del pueblo, junto con los sumos sacerdotes y los escribas. Llevaron a Jesús ante el tribunal

y le dijeron: "Dinos si eres el Mesías". El les dijo: "Si yo les respondo, ustedes no me creerán,

y si los interrogo, no me responderán.

Pero en adelante, el Hijo del hombre se sentará a la derecha de Dios todopoderoso".

Todos preguntaron: "¿Entonces eres el Hijo de Dios?". Jesús respondió: "Tienen razón, yo lo soy".

Ellos dijeron: "¿Acaso necesitamos otro testimonio? Nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca".

Después se levantó toda la asamblea y lo llevaron ante Pilato.

Y comenzaron a acusarlo, diciendo: "Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías".

Pilato lo interrogó, diciendo: "¿Eres tú el rey de los judíos?". "Tú lo dices", le respondió Jesús.

Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la multitud: "No encuentro en este hombre ningún motivo de condena".

Pero ellos insistían: "Subleva al pueblo con su enseñanza en toda la Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí".

Al oír esto, Pilato preguntó si ese hombre era galileo.

Y habiéndose asegurado de que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo envió. En esos días, también Herodes se encontraba en Jerusalén.

Herodes se alegró mucho al ver a Jesús. Hacía tiempo que deseaba verlo, por lo que había oído decir de él, y esperaba que hiciera algún prodigio en su presencia.

Le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le respondió nada.

Entre tanto, los sumos sacerdotes y los escribas estaban allí y lo acusaban con vehemencia.

Herodes y sus guardias, después de tratarlo con desprecio y ponerlo en ridículo, lo cubrieron con un magnífico manto y lo enviaron de nuevo a Pilato.

Y ese mismo día, Herodes y Pilato, que estaban enemistados, se hicieron amigos.

Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo,

y les dijo: "Ustedes me han traído a este hombre, acusándolo de incitar al pueblo a la rebelión. Pero yo lo interrogué delante de ustedes y no encontré ningún motivo de condena en los cargos de que lo acusan;

ni tampoco Herodes, ya que él lo ha devuelto a este tribunal. Como ven, este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte.

Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad".


Pero la multitud comenzó a gritar: "¡Qué muera este hombre! ¡Suéltanos a Barrabás!".

A Barrabás lo habían encarcelado por una sedición que tuvo lugar en la ciudad y por homicidio.

Pilato volvió a dirigirles la palabra con la intención de poner en libertad a Jesús.

Pero ellos seguían gritando: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!".

Por tercera vez les dijo: "¿Qué mal ha hecho este hombre? No encuentro en él nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad".

Pero ellos insistían a gritos, reclamando que fuera crucificado, y el griterío se hacía cada vez más violento.

Al fin, Pilato resolvió acceder al pedido del pueblo.

Dejó en libertad al que ellos pedían, al que había sido encarcelado por sedición y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.

Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús.

Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él.

Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: "¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos.

Porque se acerca el tiempo en que se dirá: ¡Felices las estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no amamantaron!

Entonces se dirá a las montañas: ¡Caigan sobre nosotros!, y a los cerros: ¡Sepúltennos!

Porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?".

Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser ejecutados.

Cuando llegaron al lugar llamado "del Cráneo", lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

Jesús decía: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Después se repartieron sus vestiduras, sorteándolas entre ellos.

El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: "Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!".

También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre,

le decían: "Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!".

Sobre su cabeza había una inscripción: "Este es el rey de los judíos".

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros".

Pero el otro lo increpaba, diciéndole: "¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él?

Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo".

Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino".

El le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso".

Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde.

El velo del Templo se rasgó por el medio.

Jesús, con un grito, exclamó: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Y diciendo esto, expiró.

Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: "Realmente este hombre era un justo".

Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.

Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.

Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre recto y justo,

que había disentido con las decisiones y actitudes de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios.

Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.

Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro cavado en la roca, donde nadie había sido sepultado.

Era el día de la Preparación, y ya comenzaba el sábado.

Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús siguieron a José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado.

Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero el sábado observaron el descanso que prescribía la Ley.


Homilía por Fray Josué González Rivera OP


“…YO ESTOY ENTRE USTEDES COMO EL QUE SIRVE” (Lc 22,27)


En medio de la emoción de los discípulos, Jesús entra a la ciudad de Jerusalén montado en un asno (Lc 19,33-36). Él no tomó la vía del mesías guerrero que llegaría con un ejército, con caballos y armas. Este rey no viene a conquistar Jerusalén, sino a servirla hasta el extremo con su amor, cuyo trono será la cruz, abrazando el sufrimiento con fidelidad y confianza (Is 50,6-7). El todopoderoso se despoja de su poder, se limita a sí mismo y se entrega por amor, para volverse pan y vino repartidos, entregado en cuerpo y alma. Jesús se presenta como Rey y Señor, por supuesto, pero no como los poderosos de este mundo. 


Este domingo escuchamos el evangelio de la entrada a Jerusalén y de la Pasión según san Lucas, que tiene un carácter especial al presentar a Jesús como un Mesías pacífico, compasivo y profético. En medio de sus padecimientos, más que la angustia se resalta la fidelidad de Jesús; Él se compadece y solidariza con los otros aun en esa situación, pues consuela a las mujeres de Jerusalén (Lc 23,28), perdona a sus verdugos (Lc 23,34), acoge al ladrón crucificado junto a él (Lc 23,43), y finalmente, entrega su espíritu al Padre en un acto de confianza y paz (Lc 23,46). Ningún rastro de odio, ningún deseo de venganza. Solo misericordia, solo ternura.


La Semana Santa es, entonces, una celebración del poder que se anonada, de la autoridad que no domina, sino que se pone al servicio (Flp 2,7-8). Y este es el escándalo del Evangelio: Dios se revela desde la autoridad del amor que se dona hasta el extremo. Los contemporáneos de Jesús no lo comprendieron. 


A Jesús no lo condenan por predicar una religión privada e individual, sino que le consideran peligroso y blasfemo por convivir con los despreciados, tocar a los intocables y perdonar a los pecadores, todo esto en nombre de Dios. Su predicación no fue un mensaje abstracto, sino una expresión de la misma compasión profética que cuestionó la lógica del poder y del mérito, los legalismos y nacionalismos religiosos excluyentes. Denunció la hipocresía de los líderes religiosos, desenmascaró la explotación de los pobres en nombre del culto, y sacudió el corazón endurecido de su pueblo llamando a la conversión.


Su proyecto no fue político en el sentido estrecho, pero sí fue profundamente transformador. Jesús no propuso un simple cambio de sistema; propuso un nuevo mundo, un Reino distinto, basado en el perdón, la justicia, la misericordia y el amor. Por eso, cuando se le quiso hacer rey, huyó; cuando sus discípulos soñaron con los primeros lugares, les dijo: “El que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor.” (Lc 22,26).

Su muerte no es una derrota, sino una proclamación: servicio tiene más poder que la violencia, el amor es más fuerza que la muerte. Según san Lucas, Jesús vive la pasión de forma serena y compasiva, este relato no exagera los elementos dramáticos. Porque la cruz no es símbolo de derrota, sino que es la piedra angular de una nueva humanidad en la lógica de la gracia, donde los últimos son los primeros y los perdidos son encontrados. Así, todos somos invitados a formar parte del Reinado de Dios, adhiriéndonos a este Mesías compasivo y servidor. 


Este modo de actuar de Jesús no es solo una descripción de su persona, sino un modelo de vida para quienes queremos ser sus discípulos. La Iglesia en su conjunto, y cada comunidad en particular, está llamada a aprender de esta autoridad que se manifiesta en el amor y el servicio como don gratuito para mejorar nuestras relaciones con la naturaleza, con nuestros prójimos e, inclusive, con nosotros mismos. Cada gesto de Jesús nos revela una forma de ejercer liderazgo desde la humildad, donde la autoridad no se impone, sino que se abaja para levantar a los demás. La comunidad cristiana no se edifica sobre privilegios, sino sobre la fidelidad al camino de Jesús: un camino que pasa por la cruz, por la renuncia al dominio violento y por la confianza plena en Dios.


Frente a una cultura que sobrevalora el rendimiento, la visibilidad y el éxito inmediato, la figura de Jesús despojado y crucificado nos revela el valor de una vida que se entrega no por lo que obtiene, sino por amor. En esta lógica, estamos llamados también a reconocer y valorar el sacrificio silencioso de tantas personas anónimas que sirven con generosidad: madres, cuidadores, voluntarios, misioneros, obreros, educadores, etc. Del mismo modo, ante la indiferencia y la dureza del mundo, somos llamados a la compasión activa, a ser signos del amor que sirve, acompaña y consuela. En las situaciones límite (la soledad, la enfermedad, el fracaso, la muerte), no huyamos del sufrimiento, sino descubramos en él un sentido profundo: el de una entrega que puede transformarse en comunión y esperanza, fecunda en su aparente debilidad.


Al comenzar esta Semana Santa, contemplemos estos misterios. Pidamos al Señor la gracia de vivir estos días con hondura, y que el próximo domingo podamos celebrar la Pascua con una fe renovada.

Jesús sigue entrando en nuestras Jerusalén, que son hoy nuestras ciudades, nuestras comunidades y nuestros corazones, con el rostro sereno de quien ama sin condiciones. Nos invita a transformar nuestras vidas desde ese amor que sufre con los que sufren y entrega su vida por todos estando como los que sirven.

¿Lo dejaremos entrar en la Jerusalén de nuestra vida para aprender a servir como Él?

¿Estamos dispuestos a seguirlo hasta la cruz… y más allá?



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