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sábado, 8 de noviembre de 2025
Oremos por las personas con pensamientos suicidas
domingo, 2 de noviembre de 2025
Meditamos el Evangelio de este Domingo con Diácono Jose Torres, LC
Lecturas
del día: Apocalipsis 21, 1-5a.6b-7 Salmo
26, 1.4.7.8b-9a.13-14 1 Corintios 15, 20-23
Evangelio
según San Juan 11, 17-27
Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado.
Betania distaba poco de Jerusalén: unos quince estadios; y muchos judíos habían
ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano.
Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro,
mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús:
«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé
que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día».
Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que
venir al mundo».
Homilía Diácono Jose Torres, LC
Conmemoración
de los Fieles Difuntos «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25)
Hoy hablaremos de algo que a veces nos cuesta trabajo: hablar de la muerte. Pero aquí está lo interesante, como cristianos, cuando hablamos de la muerte, en realidad estamos hablando de vida. Suena paradójico, ¿verdad? Pero pongamos atención, porque eso es exactamente lo que las lecturas de hoy nos están gritando.
Piensen en
esto: ¿cuántas veces hemos evitado hablar de la muerte? La escondemos detrás de
eufemismos: "se fue", "descansa", "ya no está con
nosotros". Y lo entiendo. Duele y duele muchísimo cuando se va alguien que
amamos. Pero hoy, el 2 de noviembre, la Iglesia nos invita a mirar de frente
ese misterio, no con miedo, sino con los ojos puestos en Cristo.
Un
horizonte que cambia todo
El
Apocalipsis nos pinta una imagen que parece sacada de una película épica:
"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva". Pero esto no es ciencia
ficción ni fantasía. Es la promesa más real que existe. Dios mismo secará cada
lágrima. Lean eso otra vez: cada lágrima. Las que derramamos en los
funerales, las que caen en silencio cuando extrañamos a quien ya no está, las
que vienen de golpe cuando vemos una foto o escuchamos una canción.
La muerte,
esa que nos roba seres queridos, trabajos, sueños, salud... esa muerte ya no
existirá más. No es que Dios minimice nuestro dolor diciendo "no
lloren". Es que Él promete un final tan hermoso que todo el dolor tendrá
sentido.
¿Dónde está
tu ciudadanía?
San Pablo
nos dice algo revolucionario: "Somos ciudadanos del cielo". Déjenme
traducirlo: imaginen que están viviendo temporalmente en otro país, pero su
pasaporte, su familia, su casa de verdad están en Argentina. Así es nuestra
vida aquí. Este mundo, con todo lo bueno que tiene, es temporal. Lo definitivo
está más allá.
Esto no
significa que despreciemos esta vida —¡todo lo contrario! Significa que la
vivimos con una perspectiva diferente. Los problemas siguen siendo reales, el
dolor sigue doliendo, pero no nos definen porque sabemos hacia dónde vamos.
Cristo transformará nuestro cuerpo frágil en uno glorioso como el suyo. Esa es
nuestra meta, nuestra verdadera identidad.
Cuando
llega demasiado tarde... o no
Ahora viene
la escena más poderosa: Jesús llega a Betania cuatro días después de que murió
Lázaro. En la cultura judía, después del tercer día ya no había vuelta atrás.
El alma había partido definitivamente. Humanamente hablando, Jesús llegó tarde.
¿Les suena
familiar? ¿Cuántas veces hemos sentido que Dios llegó tarde? "Si hubieras
estado aquí, mi hermano no habría muerto", le dice Marta a Jesús. Y
probablemente nosotros le hemos dicho cosas parecidas: "¿Por qué no lo
salvaste?" "¿Por qué permitiste que se enfermara?" "¿Por
qué te llevaste a alguien tan joven?"
Pero
entonces Jesús pronuncia estas palabras: "Yo soy la resurrección y la
vida". No dice "yo resucito" o "yo doy vida". Dice
"yo soy". Él no es alguien que hace milagros; Él es
el milagro. Él no tiene poder sobre la muerte; Él es más grande
que la muerte misma.
Y aquí
viene lo que más me impacta de Marta: ella no entiende todo. Está confundida,
dolida, probablemente hasta un poco enojada. Pero cuando Jesús le pregunta
"¿Crees esto?", ella responde con una fe sencilla pero absoluta:
"Sí, Señor, yo creo".
¿Y
nosotros? ¿Creemos esto?
Esa es la
pregunta que Jesús nos hace hoy a cada uno. No nos pregunta si entendemos el
plan, si nos parece justo, si tiene sentido. Nos pregunta simplemente:
"¿Crees en mí?"
Nuestra fe
no es un analgésico que elimina el dolor. Creer en Cristo resucitado no
significa que no lloremos cuando perdemos a alguien. ¡Hasta Jesús lloró por
Lázaro! La fe no borra las lágrimas, pero les da un significado. Cada
despedida, cada cementerio que visitamos, cada vela que encendemos, son actos
de esperanza que gritan: "¡La muerte no gana!"
Lo que
hacemos hoy importa
Cuando
oramos por nuestros difuntos, no lo hacemos como quien tira una botella al mar
esperando que alguien la encuentre. Lo hacemos porque estamos conectados en
Cristo. Los que partieron antes que nosotros no están "en algún
lugar"; están con Dios, que es el Alfa y la Omega, el principio y el fin.
Y aquí está
la parte hermosa: la comunión que tendremos con ellos será más profunda y más
real que cualquier abrazo que hayamos dado en esta vida. Imaginen reencontrarse
con sus seres queridos, pero sin malentendidos, sin dolor, sin despedidas. Para
siempre.
El cielo es
nuestro hogar
Por último,
hoy la liturgia nos dice que no venimos a llorar sin esperanza. Queremos recordar
que la muerte es solo una puerta, no una pared. Que nuestros seres queridos que
murieron en Cristo están vivos de una manera que nosotros todavía no
comprendemos del todo. Y que nosotros también estamos llamados a esa plenitud.
Así que sí,
lloren si necesitan llorar. Extrañen a quien deben extrañar. Pero háganlo
sabiendo que esto no es el final. El final será escuchar al Señor decir:
"Mira, hago nuevas todas las cosas". Y en ese día, toda lágrima habrá
valido la pena.
Que esta
jornada renueve nuestra esperanza. Que recordemos que somos peregrinos
caminando hacia casa. Y que cuando llegue nuestro momento, podamos decir como
Marta: "Sí, Señor, yo creo".
Amén.
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viernes, 31 de octubre de 2025
Misioneros todos: Un viaje por el mundo digital
Hace unos meses un amigo que participó en Roma del Jubileo de los Evangelizadores Digitales me trajo de regalo un libro escrito por el fraile menor Fabio Nardelli titulado “Misioneros todos: Un viaje por el mundo digital” donde en su prólogo señala “La misión digital no es una moda ni una estrategia, sino una expresión concreta y contemporánea del impulso misionero que acompaña a la Iglesia desde sus orígenes”.
En este trabajo, editado por el Dicasterio para la
Comunicación del Vaticano, se reafirma que la misión es constitutiva de nuestra
identidad y, por lo tanto, tarea compartida por todos los bautizados. La
misión no es para un puñado de especialistas, la misión es una vocación común
que nos involucra a todos.
Los ambientes digitales hoy, son tierra de misión,
son tierra habitada por personas que requieren de una Iglesia cercana,
samaritana y maternal. No se trata solo de crear contenidos religiosos sino de
encarnar a Cristo a través de experiencias que abracen las heridas y brinden
esperanza. Por eso, como bien lo expresa Nardelli: evangelizar en el mundo
digital no es un acto técnico, sino que es un acto profundamente espiritual y
relacional.
En este sentido, recuerdo cuando Antonio
Spadaro S.J en su reflexión sobre la misión digital durante el Jubileo de
los Misioneros digitales decía que cada uno debería preguntarse “¿Cómo puedo
convertirme en presencia real en este mundo que respira a través de una
pantalla? Y la respuesta nunca será técnica. Siempre será espiritual”.
El llamado a reparar las redes que nos hace
el Papa León XIV nos interpela a poner el amor en juego, es al
amor que al tocar nuestra vida nos transforma, nos repara, para salir a reparar
a otros. Dios nos misericordea primero y nos enseña a ser
misericordiosos con los demás. Para que todos se sientan amados por el y parte
valiosa de la familia que es la Iglesia.
Con quienes nos encontramos en el mundo
digital no son algoritmos, son almas y junto a ellas está nuestra misión más profunda dando prioridad a los
procesos de escucha y acompañamiento. Anunciar la buena noticia y procurar
encarnar la vivencia de Cristo en el encuentro que abraza más allá de las
pantallas. Como lo menciona Nardelli la misión es compartir el Evangelio
y comunicar la amistad con Cristo y no hay nada más bello que encontrarlo y
regalarlo a todos.
¡Qué hermosa misión! Vivamos este llamado con un
corazón ardiente y agradecido. Ser discípulos en esta tierra que hoy necesita
ser sembrada con semillas de esperanza es una tarea que nos requiere compromiso
y amor. Pidamos a María que esta vocación nos encuentre disponibles, creativos
y apasionados para poder entregarnos sin mezquindades a la misión.
Amén
María Claudia Enríquez @clauchitaaaa
sábado, 25 de octubre de 2025
Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP
Evangelio según San
Lucas 18,9-14.
Refiriéndose a algunos que se
tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro,
publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los
demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese
publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios
mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero.
Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será
ensalzado".
Homilía por Fray Emiliano
Vanoli OP.
Andar en verdad, andar con
Dios
Dice Santa Teresa de Ávila que la
humildad es “andar en verdad”. Esto es: conocerse a sí mismo y aceptar tanto lo
bueno como lo mano, a fin de llevar una vida ajustada a la realidad de lo que
somos. Precisamente el Evangelio de este domingo trata de este “andar en
verdad” como condición para poder entrar en relación con Dios.
Como ocurre habitualmente en el
Evangelio, Jesús adapta su enseñanza a la situación y al público que tiene
delante. San Lucas pone en contexto las palabras del Señor en el Evangelio de
este Domingo al declarar: “refiriéndose a algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás.” Esta actitud a la que se refiere el Señor es por lo
tanto la clave de lectura: creerse santo y considerar que los demás son
pecadores. Se trata de la soberbia que, precisamente, es lo contrario de la
humildad.
A través de la parábola Jesús
presenta estas ideas encarnadas en dos personajes que, aunque no sean figuras
históricas, representan muy bien las actitudes o modos de presentarse frente a
Dios comunes en su época, y, probablemente, lo siguen siendo hoy.
El fariseo es un hombre soberbio,
considera que frente a Dios debe acusar a sus hermanos (de ladrones, injustos,
adúlteros) y presentar sus obras que no solo considera buenas, sino incluso que
van más allá de la exigido por la ley (ayuna más veces, paga más impuestos). El
publicano, por el contrario, reconoce su realidad sin compararse con nadie, con
gestos de humildad (se mantiene a distancia, sin levantar los ojos, golpea su
pecho), y pide misericordia a Dios.
Ahora bien, uno podría pensar que
la diferencia entre ambos está simplemente en la actitud que tienen frente a
Dios, manifestada en sus gestos, y en el contenido de su oración, expresado por
sus palabras. Sin embargo, hay algo más de fondo aquí que nos habla de la
naturaleza misma de la oración a Dios.
Si rezar es en definitiva elevar
el corazón a Dios, y no simplemente decir algunas oraciones, entonces el
fariseo, aun cuando se trasladó hasta el templo, ni siquiera ha comenzado a
rezar. En su soberbia ha confundido el lugar material donde se realiza el culto
con el hecho de estar en presencia de Dios. En cambio, para el publicano el
templo es la ocasión donde experimentar en la verdad de su corazón la misma
presencia de Dios y su perdón.
Dicho en otras palabras, el
publicano jamás rezó, su soberbia y satisfacción consigo mismo jamás le
permitieron abrirse a Dios, por el contrario, ha quedado atrapado en sí mismo.
En cambio, la humildad y el reconocimiento de su realidad permiten al publicano
no solo salir de sí mismo, sino el encuentro con Dios e incluso el perdón de
sus pecados.
El Señor nos habla hoy a nosotros
a través de esta misma parábola, para recordarnos cómo debemos rezar. Los
peligros de la soberbia y de la satisfacción desordenada con la propia vida son
un obstáculo para tener el corazón en Dios. Necesitamos conocernos y aceptar
lúcidamente donde estamos en este momento de la vida, a fin de reconocer con
esperanza la necesidad que tenemos de Dios. Pidamos al Señor que nos dé un
corazón humilde como el del publicano, capaz de andar en verdad, para poder
alcanzarlo y andar en su presencia allí donde fuera que estemos.
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sábado, 18 de octubre de 2025
Meditamos el Evangelio de este Domingo con el Pbro. Mauricio Calgaro. SDB
Lecturas del día: Libro
del Éxodo 17,8-13. Salmo 121(120),1-2.3-4.5-6.7-8. Segunda Carta de
San Pablo a Timoteo 3,14-17.4,1-2.
Evangelio según San
Lucas 18,1-8.
Jesús enseñó con una
parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse:
"En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los
hombres;
y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: 'Te ruego
que me hagas justicia contra mi adversario'.
Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: 'Yo no temo a Dios ni
me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga
continuamente a fastidiarme'".
Y el Señor dijo: "Oigan lo que dijo este juez injusto.
Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque
los haga esperar?
Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?".
Homilía por el Pbro. Mauricio Calgaro. SDB
En el Evangelio de este domingo, Jesús nos regala una
parábola muy humana, que nos ayuda a repensar nuestra oración de cada día. Nos
presenta la historia de un juez y una viuda.
El juez es un hombre duro, indiferente. No teme a Dios
ni le importan los demás. Solo se mueve por cansancio, por interés, o
simplemente porque quiere cumplir con la ley a secas. Podemos decir que
representa esas estructuras frías que a veces parecen no escuchar el clamor de
los pequeños, de los últimos, de los olvidados.
Y está la viuda. En Israel, una mujer sin marido
quedaba muy sola: sin derechos, sin herencia, sin protección. Era símbolo de
los pobres, de los que no tienen a quién acudir. Pero esta mujer no se resigna.
Va una y otra vez ante el juez, insistiendo: “Hazme justicia”. Jesús pone su
mirada en esa insistencia, en esa fe que no baja los brazos. Con su ejemplo, la
viuda nos enseña lo que es rezar: no rendirse, confiar, insistir con el
corazón.
Dios no es como el juez injusto. Él siempre escucha. A
veces puede parecernos que tarda, pero su justicia llega. Lo que nos pide es
fe: una fe que no se cansa, una fe que espera incluso cuando parece que nada
cambia.
La parábola habla, sobre todo, de la oración de
quienes claman por justicia. En el mundo hay tantas personas desamparadas que
elevan su voz al cielo: pobres, perseguidos, migrantes, enfermos, víctimas del
abandono… Podemos hacer nuestra la oración del salmo de este domingo, confiando
sus vidas a Dios: “El Señor es tu guardián, es la sombra protectora a tu
derecha. De día no te dañará el sol, ni la luna de noche.”
Jesús termina con una pregunta que atraviesa el
corazón: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” Podríamos
traducirlo así: ¿encontrará corazones que sigan confiando, orando, creyendo que
el bien vence al mal?
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor el
don de la perseverancia en nuestra vida de oración. Que no nos cansemos de
rezar, incluso cuando parece que no hay respuesta. Porque la oración no cambia
solo las cosas: también nos cambia a nosotros, ablanda el corazón, nos vuelve
más pacientes, más fraternos, más disponibles para amar. Francisco nos decía: “La
oración es un impulso, es una invocación que va más allá de nosotros mismos:
algo que nace en lo más profundo de nuestra persona y llega, porque siente la
nostalgia de un encuentro. Esa nostalgia que es más que una necesidad, más que
una necesidad: es un camino. La oración es la voz de un "yo" que va a
tientas, que procede a tientas, en busca de un "tú". El encuentro
entre el "yo" y el "tú" no se puede hacer con calculadoras:
es un encuentro humano y muchas veces procedemos a tientas para encontrar el
"tú" que mi "yo" está buscando”.
Y en este día en que damos gracias por las madres,
recordemos a Santa Mónica, que rezó sin desanimarse por su hijo Agustín, hasta
verlo convertido en santo y pastor. Que ella nos enseñe a confiar, a esperar, a
orar con fe sencilla y perseverante, sabiendo que Dios nunca deja sin fruto una
lágrima ni una oración.
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