Lectura del días: Libro de la Sabiduría 7,7-11. Salmo 90(89),12-13.14-15.16-17. Carta a los Hebreos 4,12-13.
Evangelio según San Marcos 10,17-30.
Cuando Jesús se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.
Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre".
El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud".
Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme".
El, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!".
Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: "Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios!.
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios".
Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?".
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible".
Pedro le dijo: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido".
Jesús respondió: "Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia,
desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna.
Homilía por Fray Josué González Rivera OP
Jesús lo miró con amor y le dijo: “Sólo te falta una cosa…”
Imaginemos por un momento que nos encontramos cara a cara con Jesús, que Él nos mira directamente. ¿Qué vería en nosotros? ¿Qué amor y qué miedos descubriría en lo profundo de nuestro ser?
El Evangelio de Marcos nos regala una escena cargada de significado: la mirada de Jesús, que se posa sobre aquel joven y sobre sus discípulos. Es una mirada que va más allá de las apariencias, que penetra hasta lo más íntimo del corazón; una mirada que, a la vez, consuela y provoca, que comprende e invita al seguimiento.
Hoy nos toca hacer nuestra propia pregunta: ¿Qué es eso que nos falta para seguir más de cerca a Jesús? ¿Qué es lo que Él vería en nosotros que nos mantiene atados, incapaces de dar el siguiente paso en nuestra vida de fe?"
Aquella mirada no es una simple observación; es una mirada llena de amor, comprensión y esperanza. Jesús ve más allá de las acciones del hombre y percibe su interior, su deseo sincero de hacer el bien, pero también su apego a las riquezas que lo mantiene atado. Esta mirada amorosa busca no solo confirmar lo que el hombre ya es, sino desafiarlo a lo que podría llegar a ser, si se libera de sus ataduras.
Jesús mira profundamente, lo que sugiere una percepción plena y un entendimiento del interior de la persona. Luego, la respuesta de Jesús es amarlo, un amor que no es solo una emoción, sino una disposición activa hacia el bienestar del otro, aun cuando este no pueda o no quiera corresponder a ese amor. Este uso del verbo agapao en el texto bíblico indica un amor que va más allá del sentimiento, el amor de Jesús no es condescendiente ni basado en juicios morales; es un amor que desea lo mejor para el otro, que lo acoge y lo invita a un cambio de vida, aun cuando este amor no sea correspondido de inmediato.
La mirada de Jesús precede a una acción significativa, no es casual ni superficial, sino que es una forma de discernimiento y preparación para la respuesta adecuada. En el primer caso, esa respuesta es el amor hacia el hombre rico, un amor que lo invita a un cambio de vida. En el segundo caso, la mirada de Jesús a su alrededor prepara el terreno para dirigirse a sus discípulos con una enseñanza o advertencia basada en lo que ha observado. Esto resalta la naturaleza inclusiva y abarcadora de la misión de Jesús, que siempre está dirigida a suscitar vida y verdad tanto en lo personal como en lo comunitario.
Por otra parte, también es importante el tema de la riqueza. En el contexto de la cultura judía de la época, la riqueza era considerada un signo de bendición y favor divino. Se creía que quienes eran ricos habían sido recompensados por su obediencia y justicia ante Dios. Esta creencia estaba tan arraigada que incluso los discípulos de Jesús se sorprendieron cuando Él declaró la dificultad de que un rico entre en el Reino de Dios, tratando de darle un nuevo valor a los bienes materiales.
No se puede interpretar tajantemente que la riqueza es mala y, por “deducción lógica”, la pobreza es buena. ¡Ojalá nadie pasara necesidad y todos tuvieran lo necesario para vivir! Jesús no ve la pobreza como una simple privación o como un estado deseable en sí mismo, sino como un medio para alcanzar una mayor libertad espiritual. El llamado a desprenderse de las riquezas no es un rechazo de la seguridad material por el simple hecho de renunciar, sino una invitación a liberar el corazón de aquello que lo ata y le impide amar plenamente a Dios y al prójimo.
La verdadera riqueza no está en la acumulación de bienes, sino en la capacidad de compartir y de vivir una vida generosa y desinteresada. La pobreza, en este sentido, se convierte en una consecuencia natural de un amor profundo y comprometido que busca el bienestar del otro por encima del propio. Al decirle al hombre rico que venda todo lo que tiene y lo dé a los pobres, Jesús no solo cuestiona la seguridad que él encuentra en sus posesiones, sino que lo invita a una libertad y a una vida verdaderamente transformada, siguiéndole plenamente a Él.
Finalmente, contemplemos cómo a pesar de amar profundamente al hombre rico, respeta su libertad para decidir. Aunque el hombre se va triste porque sus riquezas lo atan, Jesús no lo fuerza a cambiar ni lo juzga; simplemente lo deja libre para elegir su camino. Este respeto por la libertad del otro es una expresión del amor verdadero, que no impone ni condiciona, sino que ofrece la oportunidad de crecer y transformarse.
Este pasaje nos interpela a cada uno de nosotros: ¿qué nos falta para seguir más plenamente a Jesús? ¿De qué cosas debemos desprendernos para abrir nuestro corazón a una vida más auténtica y centrada en el amor? ¿Estamos dispuestos a mirar nuestras “riquezas” como una oportunidad para compartir y transformar nuestras vidas y las de quienes nos rodean? A veces, como el hombre del Evangelio, cumplimos con nuestras obligaciones religiosas, pero no nos atrevemos a dar el siguiente paso, ese que nos exige salir de nuestra zona de confort y entregarnos por completo al proyecto del Reino de Dios.
Jesús nos mira hoy con la misma mirada de amor con la que miró al joven rico y nos invita a confiar en que el verdadero tesoro no se encuentra en nuestras posesiones, sino en la capacidad de compartirnos, de entregarnos y de seguirle para construir comunidad con los que más lo necesitan. La invitación de Jesús es clara: una cosa nos falta, y esa cosa es la libertad para amar y servir sin condiciones, siguiendo el ejemplo de su amor incondicional.
El Evangelio nos recuerda que, aunque la llamada de Jesús es exigente, no nos pide nada sin antes ofrecernos su Amor y su Gracia. Nuestro papel es responder con generosidad y confianza, sabiendo que lo que parece imposible para nosotros, es posible para Dios. Así, al seguir a Jesús con un corazón libre y abierto, descubrimos que en la entrega está la verdadera riqueza y en el amor el sentido pleno de nuestras vidas.