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martes, 9 de noviembre de 2021

Presentación del libro: “Teología como polifonía” - P. Sergio Romera


 





El próximo 12 de noviembre se presentará un libro que se titula: "Teología como polifonía. La naturaleza plural de la Teología", a continuación compartimos una entrevista realizada al Pbro. Sergio Romera, autor de este libro.

 El P. Sergio Romera nació en la provincia de San Juan el 16 de febrero de 1980. Es sacerdote diocesano en la arquidiócesis de San Juan de Cuyo. Profesor de Filosofía y de Teología por la Universidad Católica de Cuyo. Bachiller en teología por la Pontifica Universidad de Salamanca. Licenciado en Teología Dogmática por la Universidad Pontificia de Salamanca (2016), tema de la tesina: “Axioma de la Patheia Divina en J. Moltmann, E. Jüngel y O. González de Cardedal”. Docente de teología dogmática en el seminario Ntra. Sra. de Guadalupe y San José. También es socio pleno de la SAT (Sociedad Argentina de Teología). Ha publicado diversos artículos de investigación en varias revistas científicas de teología de Argentina, Chile, Colombia y España.

 

1)      ¿Cómo surgió la idea de escribir este libro o qué fue lo que te inspiró?

En realidad, no fue un hecho puntual o concreto. Más bien fue una confluencia de factores y resultado de un proceso de gestación. Podría decir que es el fruto maduro de muchas lecturas complementarias que acompañaron el itinerario de la licenciatura y del doctorado, de preparación de clases para los seminaristas y alumnos, de ideas y reflexiones personales, del convencimiento de algunas tareas y desafíos para la teología hodierna de cara a nuestro tiempo y del hombre real, sufriente y concreto que es el verdadero y único interlocutor de la teología.

2)     ¿Por qué elegiste este título para el libro?

Frente a la errada pretensión de antiguas teologías que se concebían de forma sistemática, cerrada y acabada, estimo que la auténtica teología solo puede pensarse en plural, es decir, desde su inherente naturaleza diversa, contextual y epocal. Sin embargo, esa misma diversidad teológica puede y debe amalgamarse como las voces y cuerdas distintas de un coro, de forma armoniosa y sinfónica, por ello “la teología es como una polifonía” que cuenta y canta con mesura y belleza la voz o Palabra de Dios.

3)     Entre tantas líneas teológicas elegiste solo algunas para poner de manifiesto la pluralidad teológica ¿cuáles son las líneas, autores o métodos teológicos que abordas en el libro?

Ciertamente las corrientes y métodos teológicos que la historia de la teología nos ha legado son muchísimas y seguramente irán apareciendo otras nuevas en función de las características y problemas de cada época y contexto. Considero que hoy por hoy hay algunas corrientes y autores que no solo nos han legado estilos teológicos concretos, sino que siguen siendo musas inspiradoras para seguir pensando y reflexionando. Algunos de ellos son los que se presentan en este libro: la teología estaurológica pensada y propuesta desde las voces católica, protestante y oriental; la teología trascendental de K. Rahner; la bella y creativa estética teológica pensada por H. U. von Balthasar; la nueva teología política de J. B. Metz; la diversa y plural teología latinoamericana de la liberación y la teología argentina del pueblo desde la lupa de uno de sus mentores y pioneros que es Lucio Gera.



4)     ¿Qué encontrarán los lectores al tener tu libro en sus manos?

En pocas palabras, encontrarán las claves de acceso para comprender los métodos teológicos contemporáneos más emblemáticos y las herramientas para seguir pensando y reflexionando en torno a algunas aporías actuales tales como la relación y divergencia entre teología y Magisterio; las tareas de la teología contemporánea; la actitud y aptitud del teólogo frente al mundo, la cultura y “el distinto”; el verdadero rostro del Dios de la revelación frente a vetustas ideas del pasado, entre otras.

5)     En esta obra incluiste la Teología Argentina, conocida como Teología del Pueblo ¿qué aporta esta teología para la Iglesia argentina de nuestro tiempo?

En primer lugar, debemos destacar que es “nuestra teología”, es una teología pensada desde nuestro pueblo y para nuestro pueblo argentino. Creo que aún sigue siendo desconocida o ignorada en ciertas laderas académicas, eclesiales y pastorales de nuestro terruño argentino. Como lo escribo en el libro, creo que “urge difundirla en nuestros claustros, valorarla en el corazón de los pastores y aplicarla en la vida pastoral de nuestro pueblo” (Teología como Polifonía, pág. 217).


La transmisión on-line se realizará a través de la cuenta de facebook del Seminario Arquidiocesano Nuestra Señora de Guadalupe y San José: Click Aquí

Quienes estén interesados en adquirir este libro, pueden solicitarlo a la editorial de la Universidad Católica de Cuyo (0264 4292381) o al siguiente correo electrónico: editorialuccuyo@uccuyo.edu.ar

E-mail del autor: sergioromera2008@gmail.com  


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viernes, 10 de abril de 2020

"EL PADRE Y LA CRUZ" - P. Sergio Romera

"Un silencio que habla, una ausencia que abraza, un abandono que salva"
"La lagrima de Dios Padre en la pasión del Hijo"


Queridos amigos:

El viernes santo es el centro del Triduo Pascual, el día en que por escena tenemos el Gólgota, por escenografía la cruz y por protagonista de este irrepetible drama a Jesús, el “Rey de los judíos”. Es de los tres días la estampa más lúgubre, oscura y sombría, en la que el drama se tiñe de llantos, los gritos sacuden y aturden, la muerte invade amenazante. El viernes santo es la bisagra entre la amistad cálida y compartida de una “última cena” y la manifestación portentosa y poderosa de una piedra que deslizándose deja entrever, velada y misteriosa, la victoria de la cruz. Entre la amical cena del jueves que ya ha pasado y la admiración del domingo de Pascua que esperamos, hoy clavamos las raíces de nuestras rodillas en el madero del viernes santo de la cruz. Un día en que la tierra tiembla y el cielo se estremece, los altares están desnudos, los sagrarios vacíos, las imágenes tapadas, las luces apagadas, y particularmente en este tiempo de pandemia, los templos cerrados y despoblados. Es el único día del año en que el sacrificio eucarístico de la misa no se celebra en toda la faz de la tierra.

Contemplemos e imaginemos por un instante el proscenio de la cruz: Jesús clavado en los extremos de sus manos y sus pies; la sangre vertía torrencialmente desangrándose; su piel flagelada cubierta de llagas; tendones abiertos teñidos de polvo; su cabeza coronada de finas y puntiagudas perlas llamadas espinas; su cuerpo desnudo, vulnerado, expuesto a las miradas burlonas de algunos y a la vista de otros que con mediocre vergüenza lo miraban y que Él con amor los perdonaba. Su corazón roto, herido, traspasado. Esta es la historia de un drama que tiene por protagonista a un rey aparentemente destronado. Muerto en el más rotundo silencio desesperado; en el impotente abandono de los amigos; en el sádico silencio de su Padre.

Amigos si este es el proscenio, si así está escrito el drama, y el protagonista es la cruz de quien en silencio entrega su vida, sufriendo la traición y la ausencia de sus amigos y la entrega de su propio Padre ¿qué es lo que hoy celebramos? ¿Qué podemos celebrar con este panorama? ¿Hay algo para celebrar? Yo diría que sí, más aún, hoy es un día en el que no podemos los cristianos dejar de celebrar y agradecer. ¿Por qué? Porque hoy, misteriosa y paradójicamente celebramos, no solo el regalo de la salvación que Jesús nos entrega con su muerte. Hoy, viernes sombrío de la cruz, recibimos otro regalo. ¿Cuál? El regalo del Padre. ¡Así es amigos! Hoy con la muerte del Hijo recibimos un nuevo y definitivo Padre. Es que en este drama de la cruz hay dos protagonistas: Jesús, el Hijo que se entrega al Padre, y el Padre, que abandona y entrega a su Hijo. Por eso dice San Pablo: Dios no perdonó ni a su propio Hijo;antes bien, lo entregó por todos nosotros (Rm 8, 32).

Pero si esto es así, inevitablemente surge la pregunta ¿Qué tipo de Padre es Dios que no perdonó a su Hijo? ¿Qué tipo de Padre es Dios que fue capaz de entregar a su propio y único Hijo al horror de una muerte injusta, inicua e infame? ¿Quién es este Dios que ante el grito de Jesús en la cruz, prefirió el silencio; ante el sufrimiento de su Hijo, prefirió la ausencia; y ante el clamor de la entrega, prefirió abandonarlo? Amigos… ¿qué tipo de Padre podemos recibir hoy, si fue Él mismo quien lo entregó? Vistas así las cosas, más que un Padre, pareciera ser un monstruo desalmado, sanguinario y cruel malvado, un mísero castrador y castigador, que pareciera estar en el cielo, cómodo y solitario, contemplando el escenario de su Hijo desfigurado, como única paga de todos nuestros pecados. ¿Esto es así realmente? Rotundamente NO.

El Padre no es un Dios que desde lejos y escondido, ajeno y lejano, miraba como pasivo espectador, el proscenio sangriento y desgarrado de su Hijo en el camino de la cruz. No. Padre e Hijo estaban unidos en la pasión. Juntos fueron a la cruz, juntos fueron escupidos, burlados, denigrados y azotados. Juntos, caminaron y cargaron el leño pesado del marrón amaderado de la cruz. Juntos sangraron gota tras gota hasta expirar el último suspiro y respiro de la muerte. Es aquí, en el instante decisivo de la cruz, donde la suprema trascendencia del Padre y la kénosis (anonadamiento) inmanente del Hijo se tocan, se rozan, se abrazan. 

Los brazos de la cruz fueron los brazos del Padre. Los extremos de la cruz fueron sus manos paternales. Más que a los brazos de la cruz, Jesús está firmemente clavado en el tierno y dilatado regazo del Padre. Y desde ese eterno e inefable abrazo entre la carne del Hijo y el madero del Padre, fluye y brota el más puro y poderoso amor capaz de sanar las heridas del Hijo y enjugar las lágrimas del Padre: el Espíritu Santo. En la cruz, el Hijo experimenta el mayor suplicio que es el abandono del Padre; pero a su vez, en el extremo de ese abandono, Padre e Hijo viven la mayor cercanía de la historia, el eterno instante en que Jesús cumple y entrega su misión al Padre. Así, hay agónica lejanía en la muerte y gozosa comunión en la misión. Es aquí, en la debilidad y sufrimiento de la cruz donde el Padre se revela como Soberano y en la aparente derrota de la muerte donde se revela como Todopoderoso. Por ello, el silencio del Padre nos habla, su ausencia hoy nos abraza, y su abandono nos salva.

Hoy viernes santo celebramos la pasión del Hijo y la pasión de un Impasible que es el Padre. Un Dios Todopoderoso capaz de sufrir, no por carencia de su ser sino por la abundancia de su Ser, que es el amor. Ésto es lo que significa que “Dios no perdonó ni a su propio Hijo”. Acaso ¿hay mayor amor que el de un padre por su hijo? ¿Hay mayor dolor que el de un Padre ver morir a su Hijo? Es esto lo que vivió, entregó y sufrió Dios con su Hijo y sigue sufriendo con nosotros sus hijos. Donde hay sufrimiento Dios nos acaricia, donde hay silencio Dios nos habla con ternura; donde hay soledad y ausencia Él nos acompaña, donde hay debilidad Él puede salvarnos; donde hay cruz y muerte Dios pone amor. Él es el Dios que sufre por amor en la cruz y que sufre con la cruz de cada hombre por amor.

Amigos, como dice el refrán: “amor con amor se paga”. Por ello, ante tanto amor en la cruz solo podemos responder con amor. Eso es lo que la liturgia nos propone mediante el gesto de la adoración de la cruz con un beso, y no hay pandemia ni aislamiento social que impida responder al Amor con un beso de amor. Por ello te propongo en este día lo siguiente: toma una cruz; mírala detenidamente y contempla al crucificado; intenta ver en el madero de la cruz los brazos amorosos del Padre que sostienen y acogen la entrega de su Hijo; contempla su amor y respóndele con un beso a la cruz.

Pero… ¡ojo! No te apresures ni lo hagas ligeramente. Recuerda que también con un beso Jesús fue traicionado. Te invito a que antes de besar la cruz te preguntes ¿cómo es mi beso a la cruz? ¿Cómo beso la cruz de cada día? ¿Será un beso amoroso, confiado y tierno de un hijo a su Padre, o el triste y trágico beso de un mísero traidor? ¿Será el verdadero beso de adoración o el beso del pecado que sigue martillando y matando al amor?

¿Cómo será tu beso?

Padre Sergio Romera, Arquidiocesis de San Juan de Cuyo


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"Los colores de Semana Santa" - P. Sergio Romera

¿POR QUÉ CREO EN DIOS? - P. Sergio Romera

¿En qué Dios yo creo? - P. Sergio Romera



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domingo, 5 de abril de 2020

"Los colores de Semana Santa" - P. Sergio Romera


Queridos amigos:
Hoy comenzamos a transitar el camino de Jesús, “La Semana” entre todas las semanas, la más augusta y fontal de nuestra fe. Semana Santa es un camino lleno de imágenes, rostros y estampas. Arranca con el rostro de un Jesús aclamado por la algarabía de una multitud que lo considera y declara como Rey, pasando por el rostro desfigurado y ensangrentado de quien clavado en la cruz grita de dolor mortal por el abandono de sus amigos y hasta de su mismo Padre. 
Pero a su vez, Semana Santa es un sendero colmado de diversos “colores” que nos hablan e interpelan en nuestro caminar. En esa variedad multiforme de colores hoy celebramos un color muy particular: el verde de los olivos que luego -en pocos días- se transformará en el marrón oscuro y rudo del madero. Colores que en sus voces  hicieron escuchar el verde de los ¡Hosanna al Hijo de David!, y que luego se convertirá en el marrón amaderado de gritos y de juicios que a voces se escuchaban en inicuos e  injustos ¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!
Pero en la paleta del camino de la pasión, estos colores se entremezclan y nos abre los ojos al espectáculo del misterio. Contemplaremos el brillo plateado de apenas treinta monedas de plata, precio tan bajo de una terrible entrega, traición y desgarro, que tuvo como desenlace la locura de Judas, traidor y traicionado, en un rostro pálido y derrotado.
Contemplaremos también el color blanco y cristalino de aquellas aguas frescas en las que Pilato entregó a la Verdad. Frescas aguas de un rostro temeroso de quien ante la duda tomó el camino más cobarde: lavarse las manos y entregar al aparente culpable.
En el camino nos toparemos con el violeta enfurecido de un Pedro empedernido que aunque negó tres veces al Maestro, con humildad y valentía, lloró al Maestro abandonado.
Cómo no evocar el variado colorido de grises y negros mezclados de aquellas tantas mujeres que con sus mantos ocultaron tremendo dolor despedazado al ver en carne propia quien les había tanto amado. El brillo de un gris lacerado y traspasado en los ojos de una Madre que sin entender, de pie, se deja clavar y traspasar con su Hijo crucificado.
El rojizo intenso y salpicado, no de pompa ni de púrpura, sino de la sangre derramada y la entrega desperdigada del aquel Rey cuya pompa y púrpura es su propia carne destrozada. El rojo empalecido de aquel tácito soldado que ante tal espectáculo, colmado de muerte y de fracaso, reconoció que en sus manos estaba el origen de lo creado, con aquellas simples y sentidas palabras que hacían en su alma una primera confesión de fe: ¡Verdaderamente éste, era el Hijo de Dios!
Finalmente, cómo no contemplar el desafiante negro de un inmenso cielo estremecido que junto al cosmos entero grita y muere desconsoladamente el abandono de Dios.
Que Semana santa sea Santa en la medida en que tú mismo la santifiques. En el pequeño templo de tu casa, en el altar de carne que es tu corazón, en el sencillo y noble rito de tu conversión. Solo así podremos contemplar aquel color que no conoce nombre ni paleta ni pincel. Aquel color usado únicamente por el “Artista” que pintó la más bella obra de todas las obras de la historia: la obra del Tabor sin fin, la obra de la vida sin horizonte ni ocaso, la obra del amor loco y apasionado... la obra de la Resurrección.
Amigo... ¿qué color o qué colores encuentras en la paleta de tu corazón? ¿Cuál es el color que el pincel de tu alma más está utilizando? ¿Quizá el plateado de la traición o el blanco cristalino de la indiferencia? Posiblemente encuentres el violeta intenso de la negación, o el rojo pálido de una fe desvanecida. ¿O será el negro de un cielo que gime dolor y tristeza en estos tiempos de pandemia? Amigo, sea cual sea el color de nuestra alma, durante esta Semana Santa busquemos en la paleta del genuino “Artista” el brillo de la luz, el esplendor del Tabor, la vida sin ocaso de nuestra propia resurrección.
Que esta Pascua nos devuelva la alegría del encuentro, la ternura del cruce de miradas, la caricia del beso reprimido y el desborde del abrazo inesperado. Que la Pascua de Jesús sea tu Pascua: el paso del verde de los olivos al marrón del madero, y del rojo ensangrentado de la cruz, al esplendor abrazador de la Pascua.
¡Santa semana Santa!


Padre Sergio Romera, Arquidiocesis de San Juan de Cuyo 
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jueves, 1 de agosto de 2019

¿POR QUÉ CREO EN DIOS? - P. Sergio Romera




H
ace unos días, al terminar la última misa en uno de los pueblos de las Hurdes (Extremadura, España), al salir de la iglesia se me acercó un joven español de unos 24 años aproximadamente. Había estado presente durante la celebración en uno de los últimos bancos del templo. David, un tanto dubitativo y con cara de nerviosillo me dijo: “Disculpe Padre ¿le puedo hacer una pregunta?”. Por supuesto, le dije. De forma concisa y lacónica David replicó: “Usted Padre, ¿por qué cree en Dios?”. Inmediatamente, y por poco a borbotones, pensé en darle las usuales respuestas y las típicas razones que los cristianos solemos dar casi por inercia desde una estúpida actitud apologética. Pero en ese mismo instante, la pregunta de David que podía parecer superflua e ingenua, caló tan hondo en mí que se transformó en un interrogante sumamente profundo y extremadamente delicado. No es mi intención relatar el largo diálogo que tuvimos con David con la sola mediación de un par de cañas en el bar del pueblo. Pero sí quisiera responderme a mí mismo esta fontal pregunta que muchas veces nos hacen y que pocas veces, con seriedad y absoluta honestidad, somos capaces de hacernos a nosotros mismos.
Creo que la mayoría de las veces quienes nos decimos ser cristianos estamos tan convencidos de nuestra fe que ni siquiera nos tomamos el trabajo de cuestionar o al menos de pensar lo que creemos. Hacemos de la fe y de Dios algo que defender, justificar y demostrar olvidándonos que en realidad Dios es alguien al que más que demostrar en su existencia debemos mostrar que es capaz de ser creíble. Más que demostrar la existencia de Dios estoy convencido que lo realmente importante es mostrar que Dios es alguien verdaderamente creíble. Esto fue lo primero que David con su pregunta me enseñó. Aun cuando aparentemente no se cree, o se está lejos de Dios y de la religión, e incluso cuando la crítica va dirigida a lo estrictamente eclesiástico, la pregunta por Dios sigue siempre latente y patente en el corazón del hombre, incluso, en el más reo, ateo y renegado. Ahora bien, como en una suerte de acto de sincericidio me atrevo a preguntarme: “A ver Sergio, ¿por qué crees en Dios?”. Esta pregunta me tuvo a tras perder varios días rondándome por mi cabeza. Pero finalmente, esta vez no a borbotones ni por inercia, sino con reposo y con mesura, hoy puedo decir que son varias las razones por las que creo y me entrego a Dios. ¿Cuáles?

En primer lugar creo en Dios porque hay no creyentes. Pues sí, porque hay, hubo y habrá siempre gente que libre y deliberadamente no cree y no quiere creer. Esto me enseña que la afirmación de Dios no es coactiva, no fuerza ni obliga, solo es posible en el más radical y soberano ejercicio de la libertad. Pensar en esto me genera una profunda serenidad: saber que mi confesión de fe es una opción personal, un acto de libertad, un auténtico acto humano y que no podría resistir ni por un segundo la idea de un Dios que se impone, infringe y obliga. Por ello una vez más agradezco a los que no tienen fe, porque son ellos quienes me enseñan que la fe es el fruto maduro de mi libertad que puede entregarse a un Dios que pese a todo siempre respeta mi condición creatural y mi decisión en la libertad. Si Dios me obligase a creer, ciertamente sería el primero y el más empedernido de los ateos.

Otra de las razones que descubro es aquella realidad que muchas veces no vemos (o que no queremos ver) los que nos decimos ser creyentes. Pienso que todo creyente lleva en el hondón más profundo de su ser un “no creyente”. Dicho de otro modo, aunque creo y me entrego a Dios, muchas veces experimento la duda, la sospecha, la inquietud y hasta el enojo con Dios. Francamente ¿quién no ha tenido esta experiencia? ¿Quién de los cristianos tiene la osadía y el coraje de reconocerlo? Descubro que aun siendo creyente hay en mí un “no creyente”. Esto que seguramente para algunos es falta de fe o para otros un pecado mortal, para mí es una gracia, más aún, creo que es un signo de madurez y una oportunidad kairológica (momento favorable, tiempo de Dios) para confrontarnos con Dios y consigo mismo. ¿Qué creyente no se ha preguntado alguna vez si realmente Dios está, si Dios escucha, si Dios actúa? Hasta el más santo de los santos tuvo siempre esta noche oscura de la duda y la incertidumbre de la fe. Por eso, creo que la duda y la fe hacen honor tanto a la realidad de Dios como a nuestra frágil condición humana. Dios respeta nuestra libertad hasta el extremo de poderla negar. Por ello la debilidad humana no es una vergüenza, es una realidad que nos permite abrirnos con sinceridad a la gracia de Dios y a uno mismo. La debilidad y el pecado lejos de ser reprimidos deben ser afrontados si es que queremos que nuestra fe sea verdadera, real y honesta.

Otra lección y una especial razón de mi fe la encuentro nuevamente en quienes no creen. Pienso que a menudo los no creyentes son más exigentes que los que nos decimos ser cristianos. Aunque ciertamente no creen, esto no les impide tener una idea mucha más elevada de Dios que el común de los creyentes. Esto se puede corroborar, por ejemplo, ante la evidente y patente realidad del mal. Mientras que los cristianos, especialistas en apología, sin atinar a pensar ni una pisca sobre este misterio defienden ciegamente a Dios, los no creyentes prefieren pensar en un Dios tan grande que es imposible que exista ante tanto sufrimiento, dolor y pasión. Queridos amigos ¡una vez más los ateos del mundo nos enseñan e interpelan! Los cristianos vivimos preocupados por la existencia de Dios sin más. Los no creyentes se preocupan y se preguntan por lo realmente esencial: ¿cuál es la naturaleza de Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Dónde está Dios? Estoy convencido que ya es tiempo que nos despojemos de las especulaciones escolásticas que no interesan a nadie, que nos liberemos de una apología barata, que nos desprendamos de la estúpida obsesión por justificar la existencia de Dios y que de una vez por todas los cristianos nos ocupemos del Dios que es Alguien, y que como Alguien es creíble, y que por ser creíble existe. Esto me hace pensar que los cristianos muchas veces tenemos una idea de Dios un tanto perezosa y que los no creyentes son mucho más exigentes y coherentes. Por eso, más que “demostraciones” de la existencia de Dios, lo que nos exige el no creyente es que le “mostremos” en qué Dios creemos. Dios es realmente creíble pero tristemente reducido a mera existencia. ¿De qué sirve al no creyente la existencia de Dios si solo se comprueba la existencia de alguien que nada hace frente al dolor? Si Dios existe así ¿puede ser creíble? Pues yo creo que no. Sin embargo, si confieso a Dios en su ser de amor y de misericordia, si irradio su ternura y compasión, si asumimos nuestras fragilidades con sinceridad de corazón, nuestra vida se hace más humana y verdadera, y a su vez, traslucimos un Dios que existe, pero porque es creíble.

Otra de las razones por las que creo en Dios es porque me ofrece el más puro y verdadero humanismo. La historia es testigo de cómo los cristianos hemos manipulado y reducido la idea de Dios. Mientras que algunos hablaban de un Dios Semper maior, trascendente, inaccesible, impenetrable, otros proclaman una filantropía que hacen del hombre el único Dios y del mundo el único cielo. Por supuesto que ambos extremos son inadmisibles, sin embargo, es aquí donde se reconoce que en Dios los extremos se tocan, se rozan y se abrazan. Es aquí donde el cristianismo se presenta como la religión que es a la vez afirmación radical de Dios y afirmación radical del hombre. Por ello creo en el Dios cristiano: Cristo se entregó a Dios y se entregó a los hombres; totalmente filial y trascendente, plenamente humano y fraterno; apasionado por la causa de Dios y apasionado por la cusa de los hombres. Con este doble y paradójico apasionamiento de Cristo, el cristianismo me dice que no son realidades absolutamente contradictorias sino que cada una remite a la otra y la respalda. Esta es para mí una intuición y una realidad tan maravillosa que causa en mí una razón para creer en Dios, pero no en cualquier Dios, sino en el Dios cristiano.

Queridos amigos, estas son algunas de las razones que hoy descubro en mi corazón y por las cuales creo en Dios. Con el correr del tiempo indudablemente iré descubriendo otras. Seguramente habrá otro David que Dios ponga en mi camino. Pero hoy estoy convencido que la fe, cual fuego encendido que emerge desde la oscuridad, surge paradójicamente también desde el fuego ardiente de los que no creen. Por ello le doy gracias al Dios vivo y creíble que es capaz de arrancar de la más profunda de mis oscuridades el esplendor de la luz de la fe. Y por supuesto, le doy las gracias a David, quien desde su incrédula fe avivó y despertó mi fe incrédula.


Padre Sergio Romera Maldonado

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jueves, 29 de noviembre de 2018

¿En qué Dios yo creo? - P. Sergio Romera

Queridos amigos, muy pronto vamos a comenzar el Adviento, el camino hacia la celebración del nacimiento de nuestro salvador, a continuación les comparto un texto muy interesante del P. Sergio Romera que puede ayudarnos a reflexionar como vamos a transitar esté camino de fe.


C
on absoluta claridad recuerdo como si ayer fuera aquellas clases de filosofía donde al estudiar a los sabios de la antigua Grecia se nos citaba al célebre filósofo Aristóteles quien decía y escribía: “yo soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la Verdad”. Esto era para mostrarnos la inmensa discrepancia que en el orden gnoseológico hay entre uno y otro: mientras que para Platón el conocimiento encuentra su fuente en el mundo de las ideas (episteme), para Aristóteles la musa inspiradora del verdadero conocimiento estaría en los sentidos: “nada hay en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos”.

Después de varios años –y ya no como seminarista y estudiante de filosofía, sino como cura y aparente estudiante eterno– atino a pensar en arriesgada analogía que podríamos decir: “nada asciende o llega de los hombres a Dios que previamente no haya descendido o pasado de Dios a los hombres”. Dicho de otro modo, todo aquello que podemos o debemos ofrecerle a Dios, en realidad no nos es propio sino de Dios, viene de Él y a Él retorna. Todo aquello que en apariencia le pedimos o le damos a Dios, en realidad viene de Él, le pertenece a Él, y lo vive Él. Nada es propiedad privada frente a Dios, todo es pura gratuidad, todo es gracia y dádiva. Esto no es un dato menor, es fontal para quienes somos, o al menos intentamos, ser cristianos. Si todo lo que le ofrecemos a Dios es en realidad devolución de un don anticipado ¿qué don he recibido cuando le ofrezco a Dios mis sufrimientos y mi cruz? ¿Qué gracia me ha concedido cuando le entrego mis tristezas, amarguras y lágrimas? ¿Cuál es el regalo que de Dios recibo cuando le imploro y le ofrezco mis indigencias a causa de la injusticia, la decepción, el egoísmo, la persecución? Más aún, ¿qué hace Dios frente a tanto dolor? ¿Qué hace Dios cuando la ofrenda de la entera humanidad es el grito desgarrador de un corazón destrozado por la injusticia, la guerra, la enfermedad y la muerte?  

Y la respuesta a borbotones emerge desde lo más profundo de mi corazón. Una respuesta que no puedo musitar, sino que debo gritar a cuatro vientos (por ello se grita también en este espacio cibernético llamado Facebook o blog): todos esos sufrimientos, cruces, tristezas, lágrimas e injusticias las vivió y las vive Dios. El padre sufre, llora, se conmueve y padece en y con nosotros. Dios sufre con nuestros sufrimientos, llora con nuestras lágrimas, es pasible con nuestros padecimientos. Si nuestro dolor suele durar un instante, el sufrimiento de Dios es eterno. Si nuestros llantos parecen ser ineficaces e irremediables, sus lágrimas son la medicina divina que nos cura y nos salva. Si su trascendencia pareciera ser inalcanzable, su inmanencia está más cerca que nuestro propio yo freudiano. Allí donde hay un refugiado sin hogar, allí está Dios sufriendo con él y por él. Allí donde hay un niño desnutrido sin comer, allí está Dios muriéndose de hambre. Allí donde están todas nuestras dolencias, allí está Dios.

Esto que para algunos puede tener sabor a irrelevante, para otros, olor a palabrerío innecesario, y para otros tantos color a locura y estupidez, para mí hoy es fontal. Esto me lleva a pensar en qué Dios creo, en quién profeso y a quién me entrego. Por ello hoy me declaro ateo de ese Dios que equivocadamente tantas veces prediqué y enseñé: el Dios metafísico, inconmutable, inmenso, incomprensible, inconmensurable y de tantos “in” más. Ese Dios inmutable y todopoderoso que ajeno y desde lejos del mundo y del hombre pareciera no moverle un mísero pelo de su supuesta compasión frente a tanto sufrimiento y dolor. Me declaro ateo de ese Dios retrógrado y escolástico que era accesible a la razón pero que jamás penetraba en la entraña del corazón. No quiero creer en ese Dios adusto que no se conmueve, que no puede cambiar, como si no le afectaran las cosas del mundo y la historia.  No puedo creer en el Dios idealista y abstracto de “descartes”, necesito creer en el Dios real y concreto, de aquí y ahora, de hoy y de mañana. El Dios eterno y cotidiano.

Sí creo en el Dios compasivo, que se conmueve, que sufre y que llora, cercano y amigo. Creo más en el Dios omni-debilidad que omni-potente, en el Dios todo-fragilidad que todo-poderoso. Creo más en el Dios en devenir de Hegel, que en el Dios inmutable de Tomás. Elijo con Pascal el Dios que tiene corazón y sentimientos, y no el Dios descorazonado e insensible de la escolástica. Creo más en el Dios muerto de Nietzsche que en el Dios vivo de los monarcas medievales. Prefiero el Dios libre de la postmodernidad que el imperativo Dios kantiano. Creo en el Dios del mundo entre los hombres y no creo en el Dios intocable  e inaccesible del cielo. Creo en Dios que no es una pasión inútil, sino una pasión apasionada.  Rechazo el Dios del más allá y proclamo el Dios del más acá: vivo, cercano, pasible, posible y amigo. Profeso el misterioso Dios de paradojas y no el de fórmulas, recetas y dogmas. Aunque suene fuerte y atrevido, sí, prefiero el Dios relativo pero real, que el Dios definido e ideal. Prefiero el Dios de los ateos auténticos que el Dios de los creyentes y piadosos hipócritas. Prefiero el Dios dionisiaco: poeta, bohemio, loco y trasnochado que el Dios apolíneo de los perfectos y pietista de devociones y máscaras espirituales.


Amigo, si hasta aquí has llegado en la lectura de mi loca confesión, que aún no termina,  me gustaría pedirte dos cosas para que esto no sea en vano.  Primero, no te apresures, no me juzgues y mucho menos me condenes. Quizá, aún no creemos en el mismo Dios, pero lo bello y reconfortante es saber que en el misterio, Dios es infinitamente mucho más que esto y que ese mismo Dios es capaz de unir lo que nuestras razones y criterios dividen. Y segundo: ya que llegaste al final de este texto, que sirva para que te animes a preguntarte ¿en qué Dios crees vos?


P. Sergio Romera, Arquidiócesis de San Juan de Cuyo
(Las Hurdes, España, 30-10-2016)

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