sábado, 10 de mayo de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP


Lecturas del día: Libro de los Hechos de los Apóstoles 13,14.43-52. Salmo 100(99),2.3.5. Apocalipsis 7,9.14b-17.


Evangelio según San Juan 10,27-30.


Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.

Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.

El Padre y yo somos una sola cosa".


Homilía por Fray Josué González Rivera OP 


Este domingo, llamado tradicionalmente Domingo del Buen Pastor, la liturgia nos invita a contemplar el misterio de Cristo que nos llama, nos conoce y nos conduce hacia la vida eterna. Las lecturas de hoy no solo nos ofrecen consuelo, sino también una fuerte llamada a la escucha, al discernimiento y al testimonio.


Jesús nos dice en el Evangelio de san Juan: “Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna”. Esta afirmación de Cristo es profundamente personal y a la vez universal. Nos sitúa ante una relación que no es simplemente religiosa o ritual, sino vital y existencial. Somos conocidos por el Buen Pastor, no de manera superficial, sino en lo profundo de nuestro ser. Él conoce nuestras luchas, nuestras heridas, nuestras búsquedas. Pero también espera de nosotros una respuesta: la escucha atenta de su voz.


Vivimos inmersos en un mundo saturado de voces, mensajes e imágenes que pugnan por captar nuestra atención. Voces que a menudo prometen felicidad, seguridad, reconocimiento... pero que, en realidad, nos desorientan y nos dispersan. Es por ello que urge afinar el oído del corazón para discernir la voz del único Pastor que no nos engaña: aquel que da la vida por sus ovejas. Su voz no grita, no impone, pero resuena con fuerza en la conciencia del que la acoge con fe. Escuchar su voz significa dejarse encontrar, dejarse conducir, y también dejarse transformar.


Jesús añade: “Yo les doy vida eterna”. No dice “les daré”, sino les doy. La vida eterna, entonces, no es simplemente un premio futuro para después de la muerte; es una realidad que comienza a anticiparse ya, aquí y ahora, en el corazón de los creyentes que viven unidos a Cristo. Desde el bautismo hemos sido sumergidos en su vida, y por tanto vivimos ya la vida divina, aunque todavía en camino, entre luces y sombras. La gran cuestión es si acogemos o no ese don, si vivimos como ovejas que escuchan y siguen, o si preferimos dispersarnos en nuestras propias sendas.


La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles nos presenta el coraje apostólico de Pablo y Bernabé, que no se dejan vencer por el rechazo ni por la persecución. En ellos actúa la fuerza de la Palabra de Dios, una Palabra viva, convocante, universal, gozosa y expansiva. Es notable cómo se repite en el texto la centralidad de la Palabra del Señor: es ella la protagonista verdadera de la misión eclesial. Ellos prestan su voz, pero es el Buen Pastor quien habla a través de sus enviados. Aquel pueblo que escuchó a Pablo y Bernabé tuvo la lucidez espiritual de reconocer la voz de Cristo en medio de ellos. Así también nosotros, hoy, debemos preguntarnos: ¿sabemos distinguir su voz entre tantas otras? ¿Nos tomamos el tiempo para silenciar el ruido exterior e interior y escuchar lo que Dios quiere decirnos en su Palabra?

La visión del Apocalipsis nos muestra el desenlace glorioso de esta historia de escucha y fidelidad: una multitud incontable, de toda lengua y nación, que ha lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Es una imagen de esperanza y de plenitud. Ellos ya no padecen ni hambre ni sed, ni llanto ni dolor, porque el Cordero-Pastor los ha conducido a las fuentes de agua viva. Esta visión no es evasiva; es el horizonte que da sentido a nuestro esfuerzo presente. Saber que estamos en manos del Resucitado, y que nadie puede arrebatarnos de allí, es una fuente inagotable de alegría.


Como la Iglesia primitiva, nosotros también estamos llamados a colaborar con Cristo en la extensión de su voz. Como aquellos primeros discípulos, no podemos guardar para nosotros el tesoro del Evangelio. La misión brota de la alegría de sabernos salvados. Ser cristiano no es simplemente un consuelo personal, sino una vocación a ser testigo, a que otros también escuchen y se dejen alcanzar por la voz del Pastor.


Y, añadiendo algo sobre la elección del nuevo Papa, León XIV, este hecho que ha generado esperanza y expectación en tantos fieles, también debe entenderse desde esta perspectiva: el sucesor de Pedro no es un mero administrador o figura pública, sino ante todo un pastor según el corazón de Cristo. Como tal, su primera tarea es escuchar la voz del Buen Pastor para luego transmitirla con autenticidad al Pueblo de Dios, buscando ser el también un “buen pastor” a imagen de “El Buen Pastor”. Que su inicio de pontificado coincida con esta conmemoración es providencial y va más allá de cualquier coincidencia. El Papa es, por vocación, un garante de la unidad, un testigo de la Palabra y un servidor de la comunión universal.


Que este domingo nos renueve en la certeza de que pertenecemos a Cristo, escuchando su voy y descubriendo que hemos sido conocidos por Él, invitados a participar de su vida eterna. Que podamos también ser instrumentos de su voz, cada uno en su vocación especial, para que todos escuchen, todos crean, y nadie se quede fuera del banquete del Reino.



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viernes, 9 de mayo de 2025

Homilía del papa León XIV en la santa misa con los cardenales




A las 11.00 de esta mañana (hora de Roma), en la Capilla Sixtina, el Santo Padre León XIV presidió como Sumo Pontífice, su primera celebración Eucarística con los Cardenales electores. 

A continuación compartimos la homilía del Papa:

«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Con estas palabras Pedro, interrogado por el Maestro junto con los otros discípulos sobre su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite.  Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre. 

En Él Dios, para hacerse cercano a los hombres, se ha revelado a nosotros en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. CONCILIO 
VATICANO II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos  podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo, supera todos nuestros límites y capacidades. 

Pedro, en su respuesta, asume ambas cosas: el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la humanidad. Nos las confía a nosotros, elegidos por Él antes de que nos formásemos en el vientre materno (cf. Jr 1,5), regenerados en el agua del Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin ningún mérito propio, conducidos aquí y desde aquí enviados, para que el Evangelio se anuncie a todas las criaturas (cf. Mc 16,15). Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Co 4,2) en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; de modo que esta sea cada vez más la ciudad puesta 
sobre el monte (cf. Ap 21,10), arca de salvación que navega a través de las mareas de la historia, faro 
que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a 
la grandiosidad de sus construcciones —como los monumentos en los que nos encontramos—, sino por la santidad de sus miembros, de ese «pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9).

Con todo, por encima de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe, hay otra pregunta: «¿Qué dice la gente —pregunta Jesús—sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»  (Mt 16,13). No es una cuestión banal, al contrario, concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones. 

«¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?» (Mt 16,13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando, podremos encontrar dos posibles respuestas a esta 
pregunta, que delinean otras tantas actitudes. 

En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo señala que la conversación entre Jesús y los suyos acerca de su identidad sucede en la hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, rica de palacios lujosos, engarzada en un paraje natural encantador, a las faldas del Hermón, pero también sede de círculos crueles de poder y teatro de traiciones y de infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona que carece totalmente de importancia, al máximo un personaje curioso, que puede suscitar asombro con su modo insólito de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelva molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que solicita,  este mundo no dudará en rechazarlo y eliminarlo. 

Hay también otra posible respuesta a la pregunta de Jesús, la de la gente común. Para ellos el Nazareno no es un charlatán, es un hombre recto, un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas  justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos hasta donde pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados. 

Llama la atención la actualidad de estas dos actitudes. Ambas encarnan ideas que podemos 
encontrar fácilmente —tal vez expresadas con un lenguaje distinto, pero idénticas en la sustancia—
en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer.
 
Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente, porque la falta de  fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia,  la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas  heridas más que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad. 

No faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido  solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, 
sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho.  Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Es fundamental hacerlo antes de nada en nuestra relación personal con Él, en el compromiso con un camino de conversión cotidiano. Pero también, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando a todos la Buena Noticia (cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática, Lumen gentium, 1).

Lo digo ante todo por mí, como Sucesor de Pedro, mientras inicio mi misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la caridad la Iglesia universal, según la célebre expresión de S. Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Proemio). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribía a los cristianos que allí se encontraban: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo» (Carta a los Romanos, IV, 1). Hacía referencia a ser devorado por las fieras del circo —y así ocurrió—, pero sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo. 

Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de 
María, Madre de la Iglesia. 

BOLLETTINO N. 0300 - 09.05.2025 - Oficina de prensa de la Santa Sede
Derecho de autor: Vatican Media 



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