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domingo, 14 de septiembre de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP


Lecturas del día: Libro de los Números 21,4b-9. Salmo 78(77),1-2.34-35.36-37.38. Carta de San Pablo a los Filipenses 2,6-11.

Evangelio según San Juan 3,13-17.

Jesús dijo a Nicodemo:
«Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»

Homilía por fray Josué González Rivera OP.

“Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia”

Queridos hermanos, en nuestra vida, marcada por decisiones grandes y pequeñas, solemos enfrentarnos a la fragilidad de nuestros propios límites. Cometemos errores, tropezamos, nos dejamos llevar por el egoísmo o el orgullo. Pero en medio de esa experiencia humana tan común, descubrimos también que la vida nos abre caminos: algunos buenos, otros menos buenos; a veces incluso dos opciones valiosas que nos generan incertidumbre. En esos momentos decisivos se forja nuestra identidad y se define lo que llegaremos a ser.

Y sin embargo, aun cuando hemos elegido mal, cuando reconocemos nuestras fallas o hemos caído en el pecado, Dios no nos deja abandonados. Él, con entrañas de misericordia, extiende siempre su mano para levantarnos. Nos ofrece la gracia de recomenzar, de iniciar un proceso de conversión que no es un simple cambio externo, sino una transformación interior que nos capacita para decidir con mayor libertad y según su voluntad.

Las lecturas de este domingo nos invitan a reflexionar sobre cómo el pueblo de Dios fue comprendiendo progresivamente quién es Él. En el Antiguo Testamento encontramos, a veces, un rostro de Dios que parece más cercano al juez severo, pronto a castigar y a imponer justicia. Pero, gracias a la revelación definitiva de Jesucristo, descubrimos que esa no es toda la verdad de Dios. No es que Él haya cambiado, sino que nuestra comprensión se ha purificado.

Dios ciertamente rechaza el mal, pero su justicia nunca se separa de la misericordia. Jesús nos lo revela con su vida: el Padre no se complace en condenar, sino en buscar al perdido, en sanar al herido, en reconciliar al pecador. Cuando nos alejamos de Él, no es que su castigo nos caiga encima arbitrariamente; más bien, es el dolor de nuestro propio rechazo al Bien supremo y a la Belleza absoluta lo que experimentamos como juicio.

San Pablo nos da testimonio personal de esta verdad. Él mismo, perseguidor de la Iglesia, experimentó el poder transformador del perdón. Descubrió que la gracia de Dios no solo perdona, sino que renueva y reorienta la vida hacia un horizonte distinto. En su experiencia vemos cómo Dios no se cansa de llamar, incluso cuando hemos cerrado los oídos a su voz.

Por eso, hermanos, estamos invitados a dejar atrás las imágenes falsas de Dios: aquellas que lo presentan como un juez implacable que solo busca castigar; aquellas que provocan división, que infunden miedo o desesperanza. El verdadero Dios es el que nos sale al encuentro en Cristo, el que se compadece de nuestra debilidad, el que nos abre siempre la posibilidad de reconciliación por iniciativa suya como el pastor, la mujer o el padre del Evangelio.

Si hemos recibido este amor, estamos llamados a ser sus testigos en el mundo. No basta con experimentar la misericordia de Dios; debemos encarnarla en nuestras relaciones cotidianas. Eso significa aprender a perdonar, a reconciliarnos, a tender puentes incluso con quienes nos han hecho daño. El cristiano que ha recibido misericordia está llamado a convertirse en un signo vivo de esa misma misericordia.

Pidamos, pues, al Señor, que nos conceda la gracia de vivir con un corazón abierto: que sepamos acoger su perdón, caminar en la justicia y avanzar en la conversión. Que Él nos fortalezca para ser instrumentos de unidad, de paz y de vida nueva, en medio de un mundo que tanto necesita reconciliación.


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domingo, 31 de agosto de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP


Lecturas del día: Libro de Eclesiástico 3,17-18.20.28-29. Salmo 68(67),4-5.6-7.10-11. Carta a los Hebreos 12,18-19.22-24.

Evangelio según San Lucas 14,1.7-14.

Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente.
Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola:
"Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio', y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar.
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: 'Amigo, acércate más', y así quedarás bien delante de todos los invitados.
Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Después dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".

Homilía por Fray Emiliano Vanoli OP.

El libro del Eclesiástico nos exhorta hoy a vivir con modestia y humildad. Nos recuerda que cuanto más grandes seamos, con más sencillez debemos obrar, porque es en los corazones humildes donde Dios se complace en habitar. El orgullo y la soberbia, en cambio, nos ciegan, nos aíslan de los demás y nos apartan del Señor. Por eso la Palabra de Dios nos advierte que la verdadera grandeza se encuentra en reconocer nuestra pequeñez y en confiar en Él.

En el Evangelio, Jesús nos ofrece una enseñanza muy concreta: no busquen los primeros lugares. El que se exalta será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Con estas palabras, el Señor nos muestra que la vida cristiana no se mide por los honores, el prestigio o las apariencias, sino por la capacidad de ponernos en el último lugar, al servicio de los demás, reconociendo que todo lo que somos y tenemos es un don de Dios. La humildad abre el corazón para acoger su gracia y nos libera de la vanidad que tantas veces nos esclaviza.

En nuestra vida cotidiana esto significa aprender a servir sin esperar reconocimientos, a callar cuando otros buscan imponer su voz, a alegrarnos con los logros ajenos, y a ocupar los últimos lugares con serenidad. La humildad no nos empequeñece, al contrario, nos hace grandes a los ojos de Dios, porque nos asemeja a Cristo, que vino a servir y no a ser servido. Una comunidad cristiana crece en santidad cuando cada uno busca ser el último, y deja que sea Dios quien le dé su verdadero valor.

El fundamento de esta enseñanza está en Dios mismo: Él es humilde. No nos salvó con despliegue de poder o manifestaciones fantásticas, sino abajándose, haciéndose uno de nosotros, y muriendo en la cruz. Allí comprendemos que la humildad no es debilidad, sino la fuerza del amor verdadero. Por eso, pidamos este domingo la gracia de ser humildes como Jesús, de renunciar al orgullo y a la búsqueda de los primeros lugares, y de abrazar con alegría el camino de la cruz, sabiendo que quien se abaja con Él, será exaltado con Él.


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domingo, 10 de agosto de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP


Lecturas del día: Libro de la Sabiduría 18,6-9. Salmo 33(32),1.12.18-19.20-22. Carta a los Hebreos 11,1-2.8-19.

Evangelio según San Lucas 12,32-48.

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas. Consíganse unas bolsas que no se destruyan y acumulen en el cielo un tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Porque donde está su tesoro, ahí estará su corazón.

Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos.

Fíjense en esto: Si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. Pues también ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre”.

Entonces Pedro le preguntó a Jesús: “¿Dices esta parábola sólo por nosotros o por todos?”. El Señor le respondió: “Supongan que un administrador, puesto por su amo al frente de la servidumbre, con el encargo de repartirles a su tiempo los alimentos, se porta con fidelidad y prudencia. Dichoso este siervo, si el amo, a su llegada, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que lo pondrá al frente de todo lo que tiene. Pero si este siervo piensa: ‘Mi amo tardará en llegar’ y empieza a maltratar a los criados y a las criadas, a comer, a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo y lo castigará severamente y le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales.

El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos.

Al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”.

Homilía por Josué González Rivera OP

“No temas, pequeño Rebaño”

El libro de la Sabiduría recuerda la noche del éxodo como un momento en que Dios fue fiel a sus elegidos. No fue un capricho ni una reacción impulsiva: era el cumplimiento de una promesa hecha a sus padres. Ellos no veían aún la tierra prometida, pero sí sabían algo: su Dios no les fallaría. Por eso, aun con miedo, podían confiar.

Muchos siglos después, otro grupo de creyentes enfrentaba también incertidumbres. La carta a los Hebreos les recordaba el ejemplo de Abraham y Sara. Ellos no conocían los detalles de su camino, pero sí la voz que los llamaba. Abraham dejó su tierra sin saber a dónde iba. Sara confió en que Dios cumpliría su palabra, aunque la lógica humana dijera lo contrario. Murieron sin ver la plenitud de las promesas, pero saludándolas desde lejos, como quien sabe que su verdadero hogar está más allá.

La fe, nos dice Hebreos, es “la garantía de lo que se espera y la certeza de lo que no se ve”. No es un sentimiento pasajero ni un optimismo ingenuo. Es una certeza profunda que se apoya no en lo que podemos controlar, sino en la fidelidad de Dios.

Y en medio de esta historia de fe, llegamos al Evangelio de este domingo. Jesús, mirando a sus discípulos —un grupo pequeño, frágil, con dudas y miedos— les dice: “No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino”. Es una frase que suena como un abrazo. No los llama “guerreros” ni “sabios”, sino “rebañito”: un grupo vulnerable, que necesita cuidado y guía. Y, sin embargo, ese rebaño recibe un regalo inmenso: el Reino de Dios.

Es aquí donde el mensaje se vuelve muy personal. Porque todos nosotros tenemos miedos. Algunos son necesarios: el miedo a lo que puede hacernos daño, el que nos mantiene prudentes. Pero otros nos paralizan: el miedo a perder, a fracasar, a ser rechazados, a no tener suficiente. Esos miedos pueden robarnos la paz y hacernos olvidar que nuestra vida está en manos de un Padre que nos ama. Jesús no niega que haya peligros, pero nos da la clave para vencerlos: saber dónde está nuestro tesoro. “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. El problema no es que busquemos un tesoro; el corazón humano fue hecho para buscarlo. El problema es confundir el tesoro verdadero con lo que solo es brillo pasajero, como lo recordamos el domingo pasado.

Vivimos en un mundo que nos ofrece infinitos “tesoros” de consumo, que seducen y prometen felicidad instantánea: cosas, logros, estatus, placeres. Pero la mayoría son frágiles. Un día se pierden, se rompen, se agotan… y el corazón queda vacío. Jesús nos invita a buscar un tesoro que no se desgasta: el amor de Dios, su Reino, las obras de bien que nadie puede robarnos.

Y aquí aparece otra imagen del Evangelio: la vigilancia. Jesús habla de servidores que esperan a su señor con las lámparas encendidas. No saben cuándo llegará, pero lo esperan listos. Ser vigilante no significa vivir ansioso, sino estar siempre orientado hacia lo que importa, administrando bien lo que Dios nos ha confiado: la vida, la fe, los talentos, las personas que nos rodean.

El mensaje es exigente: “Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho”. No se trata de miedo al castigo, sino de responsabilidad por el don recibido. Si el Padre nos ha dado el Reino, entonces nuestra vida debe reflejarlo. Cuando entendemos esto, cambia nuestra forma de enfrentar las dificultades. Las pérdidas, los problemas o las pruebas dejan de ser el centro. Sí, nos duelen, pero no nos destruyen. Porque nuestro tesoro no está en lo que se puede perder, sino en lo que permanece.

Por eso, hoy la Palabra nos invita a tres actitudes concretas:

  1. Recordar la fidelidad de Dios en nuestra historia: como Israel en Egipto, hacer memoria de las veces que Él nos ha sostenido.
  2. Vivir con fe activa: como Abraham y Sara, caminar confiando en su promesa, aunque no veamos el final.
  3. Vigilar el corazón: discernir dónde ponemos nuestro tesoro y elegir lo que no pasa.

Quizá tú también te sientes parte de ese “pequeño rebaño”: frágil, a veces confundido, con miedos que no siempre sabes manejar. Jesús lo sabe. Y por eso te repite hoy, como hace dos mil años: “No temas, rebañito mío, porque el Padre ha querido darles el Reino”. Esa es nuestra identidad más profunda: somos hijos de Dios, amados, herederos de su vida eterna. Vivamos, entonces, como quienes ya poseen el tesoro que buscan. Con la lámpara encendida, con el corazón vigilante, con la fe que sostiene y la esperanza que no se apaga. Y que esta frase nos acompañe durante la semana como oración y compromiso: Mantente firme en la fe; mantente atento en la esperanza; mantente eficaz en el amor. Amén.


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sábado, 2 de agosto de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Pbro. Diego Olivera


Lecturas del día: Eclesiastés 1,2.2,21-23, Salmo 90(89), Colosenses 3,1-5.9-11.

Evangelio según San Lucas 12,13-21.

Uno de la multitud dijo al Señor: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?” Después les dijo: “Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Les dijo entonces una parábola: “Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha”. Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.

Homilía por Pbro. Diego Olivera.

Hermanos y hermanas, las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre lo efímero de la vida terrenal y la búsqueda de la verdadera felicidad: la vida eterna junto a Dios. Los invito a pensar estas relaciones contradictorias o excluyentes: finito – infinito, efímero – duradero, pasajero – perdurable. En síntesis lo que caduca y lo que persiste en el tiempo.

El versículo 2, del primer capítulo del Eclesiastés nos recuerda que "todo es vanidad", y que los esfuerzos por acumular riquezas y placeres terrenales son como querer atrapar el viento, mientras que en el pasaje de Eclesiastés 2:21-23 se describe que todos nuestros esfuerzos y labores son una vana ilusión. ¿Acaso no hemos sentido, en algún momento, que a pesar de nuestros logros y posesiones, algo nos falta? Esa sensación de vacío, de búsqueda constante, es la que nos quiere mostrar el Eclesiastés. 

Tenemos que encomendar nuestros esfuerzos en las manos Dios, como lo expresa el salmista, para que él los haga fructificar: “Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos”. Y así nuestro vacio se verá lleno de la gracia de Dios y dejaremos de ser errantes buscadores.

Pero no basta con encomendarnos a la providencia divina, también se debe producir un cambio radical desde nuestro interior. Como lo afirma San Pablo en esta carta a los Colosenses, debemos dar muerte a todo lo malo que hay en nosotros, despojarnos del viejo yo para dar lugar a un nuevo yo, poniendo todo el corazón en los bienes del Cielo y no en los de la tierra, que son bienes pasajeros, con fecha de vencimiento.

Pensemos en la siguiente imagen: Un gran jardín, con flores hermosas y frutos maduros, que un día inevitablemente se marchitarán y caerán. Esta imagen representa la belleza y la alegría efímeras de la vida. De aquí tiene que brotar un sentimiento de humildad que nos ayude a reconocer nuestra propia pequeñez, evitando toda vanidad ante la grandeza de Dios. Este sentimiento nos tiene que llevar a una búsqueda profunda de lo trascendente.

En el Evangelio de Lucas leemos la parábola del rico insensato o necio. El hombre, lleno de orgullo por sus cosechas, decide construir graneros más grandes para almacenar sus riquezas. Sin embargo, Dios le advierte que su vida terrenal se terminará esa misma noche. Por lo tanto esta parábola nos enseña que la acumulación de bienes materiales no garantiza la vida eterna ni la felicidad duradera. 

Benedicto XVI afirmó: “El hombre necio, en la Biblia, es aquel que no quiere darse cuenta, desde la experiencia de las cosas visibles, de que nada dura para siempre, sino que todo pasa: la juventud y la fuerza física, las comodidades y los cargos de poder. Hacer que la propia vida dependa de realidades tan pasajeras es, por lo tanto, necedad. El hombre que confía en el Señor, en cambio, no teme las adversidades de la vida, ni siquiera la realidad ineludible de la muerte: es el hombre que ha adquirido «un corazón sabio», como los santos”. (Ángelus del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo, 1° de agosto de 2010)

Por lo tanto queridos hermanos, los invito a que hoy, en este mismo instante, tomemos la decisión de jugarnos la vida por buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia, todas las demás cosas nos serán dadas por añadidura (Mateo 6, 33). No permitamos que la codicia y la preocupación por las cosas materiales invadan nuestro corazón alejándonos de la verdadera felicidad. Busquemos a Dios en la intimidad de la oración profunda, en la lectura de su Palabra, en la comunión con nuestros hermanos y en el servicio a los demás. Solo así encontraremos el sentido de la vida y la felicidad duradera que tanto deseamos. 

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sábado, 26 de julio de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP


Lecturas del día: Libro de Génesis 18,20-32. Salmo 138(137),1-2a.2bc-3.6-7ab.7c-8. Carta de San Pablo a los Colosenses 2,12-14.

Evangelio según San Lucas 11,1-13.

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos".
Él les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino; danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".
Jesús agregó: "Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: 'Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle', y desde adentro él le responde: 'No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos'.
Yo les aseguro que, aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.
También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.
Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre.
¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!".

Homilía por Fray Emiliano Vanoli OP

“Pidan y se les dará…” (Lc 11,9)

¿Es acaso Dios un “genio de la lámpara” que concede deseos al ritmo de nuestras palabras? ¿Debemos tratarlo como si fuera parte de una lógica de mercado, en donde pedimos y esperamos recibir como si se tratara de una transacción comercial? A primera vista, el Evangelio de este domingo podría prestarse a esa lectura superficial. Jesús dice con fuerza: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”. Incluso, refuerza su enseñanza con la parábola del amigo inoportuno, mostrando el valor de la insistencia.

Pero cuidado: esta no es una invitación a convertir a Dios en un repartidor de favores. La clave está en comprender el verdadero sentido de la oración y del pedir.

La primera lectura, que relata el diálogo entre Abraham y Dios ante la inminente destrucción de Sodoma y Gomorra, nos orienta correctamente. Abraham no pide desde un capricho; intercede apelando a la justicia divina: que no sean destruidos los justos junto con los pecadores. Su súplica es valiente, razonada y nace de un profundo conocimiento de quién es Dios. No es insistencia vacía, sino confianza fundada en el carácter justo y misericordioso del Señor.

En el Evangelio, cuando uno de los discípulos le pide a Jesús que les enseñe a orar, Él les entrega el Padre Nuestro. Esa es la gran enseñanza: antes de pedir, debemos recordar quién es Aquel a quien nos dirigimos. Dios no es un ser lejano o vengativo; es Padre, y no cualquier padre, sino nuestro Padre. Este es un giro radical que sólo Jesús nos revela: somos hijos, y por tanto, podemos hablar con confianza, abrir el corazón y expresar nuestras necesidades.

¿Entonces está bien pedir con insistencia? Sí, pero con la actitud correcta. No como quien exige o manipula, sino como el hijo que confía en el amor sabio de su Padre. Pedimos no para informar a Dios —que ya conoce nuestras necesidades— sino para abrirnos nosotros mismos a su voluntad, para que nuestra alma se moldee en el diálogo con Él. En última instancia, el mayor don que el Padre quiere darnos es el Espíritu Santo, fuente de todo bien.

Pero muchos se preguntan con sinceridad: ¿Por qué no recibo exactamente lo que pido? La respuesta es esencial para la madurez cristiana: porque Dios no es un proveedor de deseos, sino un Padre que sabe lo que realmente necesitamos, incluso cuando nosotros no lo vemos. Las propuestas que presentan a Dios como una especie de "expendedor de milagros" no sólo son falsas, sino peligrosas. Detrás de ellas, muchas veces hay intereses mezquinos que se aprovechan de la fe y la necesidad del pueblo.

La fe cristiana no promete una vida sin dolor. Al contrario, nos muestra que el camino hacia la plenitud pasa por la cruz. Así fue para Cristo, y así será para sus discípulos. Pero no caminamos solos: Jesús va con nosotros. Él ya recorrió este camino, y nos asegura que al final hay gloria, no derrota.

Por eso, aunque nuestras súplicas no siempre obtienen la respuesta que esperamos, podemos tener la certeza de que Dios siempre responde con amor, y muchas veces, nos da más y mejor de lo que pedimos. Lo importante no es obtener exactamente lo que deseamos, sino vivir en confianza filial, sabiendo que el Padre nos cuida, nos escucha y nos conduce hacia el bien verdadero.

Con la mirada fija en Cristo, conservemos el ánimo, la fe y la esperanza. Pidamos, sí, pero como hijos. Busquemos, pero con humildad. Llamemos, pero con la certeza de que la puerta se abrirá… aunque a veces, no sea la que nosotros esperábamos.

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sábado, 12 de julio de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP



Lectura del día: Deuteronomio 30,10-14. Salmo 69(68),14.17.30-31.33-34.36.37. Carta de San Pablo a los Colosenses 1,15-20.

Evangelio según San Lucas 10,25-37.

Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?".

Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?". Él le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo".

"Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".

Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?".

Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.

Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.

Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.

Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'.

¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?". "El que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".

Homilía por Fray Josué González Rivera OP:

“Ve y haz tú lo mismo”

Queridos hermanos, ¿cuáles son las problemáticas y divisiones que enfrentamos hoy en día? Las vemos en múltiples ámbitos: políticos, económicos, culturales, religiosos, incluso deportivos. No cabe duda de que vivimos en una época marcada por la fragmentación, cada vez más radical. Esta realidad no es ajena a ninguno de nosotros; la diversidad de ideas y opiniones, que en principio debería enriquecernos, muchas veces se convierte en motivo de conflicto y separación. Nosotros mismos podemos caer en una impaciencia e intolerancia hacia quienes piensan de manera distinta.

Este problema tiene diversos matices, pero muchos coinciden en que es necesario advertir parte de su origen en cierto uso de las redes sociales. Estas plataformas, si no se usan con discernimiento, pueden encerrarnos en verdaderas “burbujas informativas”, donde solo accedemos a contenidos que refuerzan nuestros propios puntos de vista, alimentan prejuicios y dificultan el diálogo sincero. Así, nos vemos fácilmente arrastrados a discusiones intensas e interminables, que lejos de construir, desgastan y dividen, sin conducirnos a ninguna parte. Me preocupa especialmente constatar cómo se radicalizan muchas opiniones en estos espacios digitales. La despersonalización que permite el anonimato o la distancia virtual debilita el respeto mutuo y el sentido del otro como persona. En lugar de un intercambio sereno y orientado a la verdad, asistimos a una proliferación de insultos, descalificaciones y ataques que empobrecen el debate y nos alejan del auténtico encuentro humano.

Lamentablemente, esta situación no se limita al plano social de lo que vemos en las noticias. También afecta nuestras relaciones más cercanas: en nuestras propias familias, con nuestros conocidos y en nuestras comunidades se pueden hacer evidentes la incomprensión y el distanciamiento, fruto de visiones divergentes sobre diversos aspectos de la vida.

He querido comenzar con esta mirada parcial de la realidad porque el Evangelio de este domingo me inspira a considerar una opción radicalmente distinta frente a estas lógicas de fragmentación y división. La Palabra de Dios, que siempre es viva y eficaz, nos invita a contemplar una parábola profundamente provocativa sobre la misericordia.

En la primera parte del Evangelio, un doctor de la ley “quiere poner a prueba a Jesús” y recita el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Parece tener claro cómo se debe amar a Dios, pero no tiene tan claro quién es su prójimo; es decir, ¿a quién se debe amar realmente?

Para responder a esta pregunta, Jesús narra una parábola que puede dividirse en tres momentos, los cuales constituyen una auténtica invitación a vivir la misericordia:

1) Encontrarse con la realidad: La maldad en el mundo despoja a un hombre (probablemente judío), que es asaltado, tirado y dejado “medio muerto”. Los Padres de la Iglesia interpretaron que esta figura representa a la humanidad, abatida por las obras de “los ángeles de la noche y las tinieblas”, y por su propio pecado, quedando sin fuerzas para levantarse. A continuación, pasan junto al herido un sacerdote y un levita. Lo ven, pero no se detienen; pasan de largo. Ellos representan el tiempo de la Ley y los Profetas, que, si bien advierten la situación, no actúan. No necesariamente lo hacen por maldad, sino, quizá porque aún no están en condiciones de ofrecer una ayuda efectiva.

2) Cargar con la realidad: El que se detiene y ayuda es un samaritano. Algo que para los oyentes judíos habría sido escandaloso, pues, imaginemos a alguien de un grupo social o ideológico totalmente opuesto a nuestras creencias. Pues bien, una persona “no grata” es la que Jesús pone como ejemplo. Para los judíos, el samaritano era un impío, un traidor religioso, perteneciente al antiguo reino del norte que se apartó de la alianza. Y, sin embargo, ese “enemigo” es quien se conmueve, se acerca, cura al herido y le cede su lugar, sacrificando su propia comodidad. ¿Quién sino Jesús actúa así? Él, Dios hecho hombre, es el verdadero Buen Samaritano, quien “quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz”, cómo dice san Pablo. Solo Cristo puede asumir con radicalidad la realidad del sufrimiento humano y cargarla sobre sí, traspasando los límites de lo razonable.

3) Encargarse de la realidad: Dios no solo cura, sino que también garantiza un futuro para quien ha sido salvado. El samaritano deja cubiertos los gastos en el albergue y asegura su cuidado. Los Padres de la Iglesia identificaron este albergue con la Iglesia, que tiene la misión de continuar la obra del samaritano: sanar, cuidar, acompañar. No lo hace con recursos propios, sino con los dones dejados por el Señor antes de su partida. Las interpretaciones simbólicas son muchas: los denarios pueden representar al Espíritu Santo, la caridad a Dios y al prójimo, los dos Testamentos, entre otros. Pero todas convergen en una verdad fundamental: no hay una real ausencia de Dios, sino una presencia distinta, que sigue actuando a través de su Iglesia, invitándonos a una solidaridad concreta y efectiva con el prójimo.

Con estas ideas podemos iluminar la realidad, sobre todo lo primero que compartía. El mensaje del Evangelio no se detiene en una contemplación pasiva ni en la simple interpretación simbólica. Cuando el doctor de la ley reconoce que el samaritano actuó como prójimo, Jesús concluye con una exhortación clara y directa: “Ve y haz tú lo mismo”. Esta invitación no es solo un consejo moral; es una llamada a asumir el estilo de vida de Cristo, a encarnar su compasión, su cercanía y su valentía en nuestras propias realidades cotidianas. Frente a las divisiones que hemos señalado al comienzo, la respuesta cristiana no puede ser la indiferencia ni el aislamiento. El actuar evangélico no consiste en elegir a quien amar, sino en que nosotros nos hacernos prójimos de los otros: no preguntarnos solo quién merece ser amado, sino a quién puedo acercarme para amar y servir.

Ser prójimo es una decisión, una actitud activa y comprometida, no una mera circunstancia geográfica o afectiva. La parábola nos enseña que el verdadero prójimo es el que se aproxima con entrañas de misericordia. Por eso, el Papa Francisco recurría con frecuencia a este texto, porque nos enseña a cultivar una espiritualidad del encuentro: reconocernos heridos y salvados a nosotros mismos, y mirar al otro no como una amenaza, sino como un hermano que me interpela; salir de nuestra comodidad para cargar con las heridas ajenas; y dejar que el amor de Cristo, ya presente en la Iglesia, se haga visible en nuestras acciones concretas.

Hoy más que nunca, la comunidad cristiana está llamada a ser ese "albergue" que acoge y cuida, que no excluye, sino que acompaña con ternura y firmeza evangélica, dejando de promover más fragmentación. Cada uno de nosotros puede colaborar en esta misión: en la familia, en el trabajo, en la vida pública, y también en el espacio digital, siendo sembradores de reconciliación, constructores de comunión y testigos de una misericordia que no discrimina ni se cansa. El actuar cristiano no es fruto de un idealismo ingenuo, sino de una experiencia transformadora con el Buen Samaritano que, habiéndonos sanado, ahora nos envía a ayudar a sanar. Que el Señor renueve en nosotros la fuerza para ir y hacer lo mismo, para ser samaritanos con rostro de Cristo en medio de un mundo herido.


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sábado, 5 de julio de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Pbro. Diego Olivera


Lecturas del día: Isaίas 66, 10-14 – Salmo 65 - Gálatas 6, 14-18

Evangelio según San Lucas 10, 1-12. 17-20

En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: ‘Que la paz reine en esta casa’. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: ‘Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios’. Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: ‘Hasta el polvo de esta ciudad, que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca’. Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad”. Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Él les contestó: “Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”.

Homilía del Pbro Diego Olivera

En las lecturas de este domingo encontramos la alegría como una característica transversal que encontramos en la primera oración de la primera lectura y se extiende a lo largo de todas las lecturas hasta la última oración del Evangelio. Podríamos preguntarnos ¿Qué es la alegría?

El diccionario de la real academia española define a la alegría como “un sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores”. Si hablamos de sentimientos y de manifestaciones se pone en juego nuestra interioridad y nuestra exterioridad, podríamos decir que todo nuestro ser se pone en juego con este sentimiento. Cuando una persona se pasa en copas, decimos: “está alegre” porque internamente el exceso de alcohol nos desinhibe y externamente se traduce en comportamientos eufóricos.

Ahora los invito a descubrir que es la Alegría en términos bíblicos y desde una mirada de fe:

Para Isaías, la alegría es la paz en Jerusalén, la restauración después de un tiempo de luto. Después del destierro, vuelve la alegría a Jerusalén porque Dios se compromete a engendrar un nuevo pueblo donde reine la justicia y la paz: “Como niños serán llevados en el regazo y acariciados sobre sus rodillas; como un hijo a quien su madre consuela, así los consolaré yo”. Con esta afirmación de la primera lectura, el autor expresa con gestos maternos, sin lugar a dudas, su propia experiencia tan intima con Dios y nos invita a experimentar la misma “maternidad de Dios”, que brota de la santísima trinidad para con todos  nosotros, sus hijos. En este texto se repite la palabra alegría y gozo, nunca olvidemos que la voluntad misma de Dios es la felicidad de sus hijos.

El salmo nos indica cual es la gran fuente de alegría al afirmar: “Alegrémonos en él…” 

La gran fuente de Alegría es Cristo. Al finalizar la plegaría eucarística (en la doxología) los sacerdotes decimos: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente…” en italiano: “Per Cristo, con Cristo e in Cristo, a te, Dio Padre omnipotente…” esta triple mención de Cristo creo que nos puede ayudar a profundizar en la fuente de nuestra Alegría: Nos alegramos por Cristo, es decir, por su obra de salvación para con nosotros. Nos alegramos con Cristo, es decir, junto a él que camina a nuestro lado. Nos alegramos en Cristo, es decir, en una intima relación con él, que habita en nosotros.

En la segunda lectura, San Pablo expresa que la fuente de la Alegría es la cruz de Cristo: “Hermanos: No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo…” -La cruz, aquello que antes de su conversión era una vergüenza, como para cualquier judío, se convierte en el signo de identidad del verdadero mensaje cristiano. Los cristianos debemos gloriarnos en esa cruz, que no es la cruz del sacrificio sin sentido, sino el gran gesto del amor consumado. Pablo no puede permitir que se oculte o se disimule la cruz del evangelio. Es más, la cruz se hace evangelio, se hace buena noticia, se hace agradable noticia, porque en ella triunfa el amor sobre el odio, la libertad sobre las esclavitudes - Fray Miguel de Burgos Núñez

Podríamos preguntarnos: ¿Por qué a veces no nos bancamos la cruz? Pongamos la mirada en Cristo, como cristianos estamos llamados a ser como Él. Y para ser como él, es necesario bancarse la Cruz. A Jesús le hubiera gustado atravesar el momento de la cruz en cinco minutos y estuvo horas arriba de la cruz. A la Virgen María, le hubiera gustado que rápido sucediera la Resurrección y estuvo días esperándola. Entonces, hay que bancarse los momentos de cruz para gozar de la Resurrección. No solos, sino en comunidad: María, el discípulo amado, María Magdalena, María la mujer de Cleofás y muchos más se sostuvieron mutuamente.

En el evangelio de hoy se relata la misión de los discípulos, como camino de arduo trabajo, de desprendimiento de las seguridades materiales, de riesgos y rechazos (cruces); un camino donde triunfa la Alegría, no por meritos o éxitos humanos sino porque el Reino de Dios se hace presente entre los hombres.

“Pónganse en camino; yo los envío…” Cabe destacar que Jesús es el que designa y envía a los discípulos misioneros, pero aquí no se menciona solo a los 12, se menciona un número que expresa plenitud, la intencionalidad es poner de manifiesto que toda la comunidad, todos los cristianos deben ser evangelizadores.

Y qué lindo fruto surge de la misión: “Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría…” Quienes han tenido la experiencia de misionar anunciando la Buena Nueva de Jesús, seguramente han experimentado gran gozo al regresar, por ser testigos de la fuerza liberadora del Evangelio.

Estos discípulos le expresan a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Con esta expresión se afirma que el mal del mundo se vence con la bondad radical del evangelio. Cuando se anuncia el evangelio liberador del Señor siempre se percibe gran alegría, porque son muchos los hombres y mujeres que son liberados de sus esclavitudes, angustias y heridas. Son sanados por el amor que brota del anuncio del Evangelio.

Pero Jesús les dice que no se contenten solo por eso: “Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”. Pues Jesús se entregó por todos, pero en el pleno uso de la libertad cada uno debe elegir seguir a Cristo para gozar de la promesa del Reino de Dios, promesa que se tiene que compartir anunciándola a quienes todavía no la conocen.

El papa Francisco expresó: “La misión de la Iglesia se caracterizará por la alegría. ¿Y cómo termina este paso? «Regresaron los setenta y dos alegres» (v. 17). No se trata de una alegría efímera que viene del éxito de la misión; por el contrario, es un gozo arraigado en la promesa de que ―dice Jesús― «vuestros nombres están escritos en el cielo» (v. 20). Con esta expresión, él se refiere a la alegría interior, la alegría indestructible que proviene de la conciencia de ser llamados por Dios a seguir a su Hijo. Es decir, la alegría de ser sus discípulos”.

Hace unos días una joven me dijo: "Padre, mis amigas no me entienden, me dicen: no podes andar todos los días así de alegre y yo les digo que desde que conocí a Jesús vivo así, hace 3 años comencé este camino de fe y este es mi testimonio, compartir la alegría del encuentro con Jesús"

Queridos hermanos, abramos el corazón a la gran Alegría que brota del encuentro con Jesús y salgamos a compartir esa alegría con los demás. Salgamos a sembrar la semilla del Evangelio con mucha alegría y con la Esperanza de que Jesús la hará germinar

Feliz y bendecido Domingo!

 

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sábado, 28 de junio de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP


Lecturas del día: Libro de los Hechos de los Apóstoles 12,1-11. Salmo 34(33),2-3.4-5.6-7.8-9. Segunda Carta de San Pablo a Timoteo 4,6-8.17-18.


Evangelio según San Mateo 16,13-19.


Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?".

Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas".

"Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?".

Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".

Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.

Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella.

Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".


Homilía por Fray Emiliano Vanoli OP


La mediación humana: gracia y escándalo

¿Por qué confesar mis pecados a un hombre? ¿Por qué ir a misa si puedo entenderme directamente con Dios? ¿Por qué “creerle” a la Iglesia? En última instancia: ¿por qué Dios ha puesto mediaciones humanas, frágiles y que comenten errores, entre Él y nosotros? Y esto no sólo es así, sino que, para mayor escándalo o admiración, llegamos hasta celebrar las maravillas que Dios ha querido obrar a través de estos mediadores humanos.


Precisamente hoy celebramos la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstoles, y de ambos al mismo tiempo. Cada uno por su lado tiene su fiesta particular: de San Pedro celebramos en febrero su cátedra, es decir su autoridad en la Iglesia, y de San Pablo en enero recordamos su conversión, cuando pasó de ser perseguidor a perseguido a causa de Cristo. Entonces ¿qué celebramos hoy? Nada menos que el acto definitivo de entrega total por amor a Dios, el testimonio rubricado con su sangre de que Cristo es el Señor y ellos dignos instrumentos personales y dóciles en sus manos. Hoy celebramos el martirio de San Pedro y San Pablo en la ciudad de Roma; el primero crucificado boca abajo, el segundo decapitado por la espada.


Y la pregunta permanece: ¿por qué? ¿Por qué quiso nuestro Señor Jesucristo fundar la Iglesia sobre la confesión de fe de San Pedro? Así suena hoy la Palabra de Dios en el Evangelio: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". “…Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” ¿Por qué el Señor quiso ejercer su mediación única entre Dios y los hombres valiéndose de otras mediaciones humanas?


San Pablo dice que el mensaje del Evangelio es necedad para la sabiduría humana, y que Dios ha querido usar esta necedad de la predicación para propagar la fe, para hacer crecer a la Iglesia. Yace aquí el misterio de la fuerza de Dios que anida en la debilidad humana. Esta es la manera en que Dios en su sabiduría eterna ha dispuesto salvar a los hombres. No con la elocuencia y la persuasión humana, no con un poder incontestable, sino a través de la libertad de seres humanos frágiles y débiles que se ponen en total disponibilidad para que la fuerza de Dios obre en ellos, incluso al punto de gloriarse en las propias debilidades.


¿Por qué las mediaciones? De alguna manera providencial la mediación de otra persona, para acceder a la Iglesia y a los sacramentos, actúa como un remedio, como una medida curativa contra nuestro orgullo. Nadie puede alcanzar la salvación por sí solo, la necesidad de recurrir a alguien más ataca de raíz esta fantasía de auto salvación. Todos necesitamos alguien que nos bautice, alguien que nos transmita la fe, que nos perdone los pecados y nos alimente con la Eucaristía, entre otras cosas. Y tal vez esta sea la forma más sabia para lograr abrir camino en nosotros a la gracia que Dios nos quiere dar. Pareciera que sólo nos allanamos profunda y realmente frente a Dios cuando aceptamos la dependencia en que vivimos respecto a los demás, no sólo en la vida cotidiana, sino también en nuestra vida espiritual y de relación con Dios. 


San Pablo y San Pedro son modelos de estos medios dispuestos por Dios para fundar y extender su Iglesia por todo el mundo. Ambos experimentaron su pobreza frente a Dios y comprendieron que no se trataba de lo que ellos podían hacer, sino de lo que Dios podía y quería obrar en ellos y a través de ellos, incluso con la gracia de dar testimonio de su fe a costa de la propia vida. Comprendieron claramente que su vida entera estaba dedicada al servicio de los demás en la transmisión de la fe. Pidamos al Señor en este día la gracia de imitar a estos modelos y pilares de la Iglesia.



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