El jueves 26 de octubre, a las 16hs. se realizará la XX Jornada de Pastoral Social en el Auditorio Dr. Manuel Belgrano, del Consejo Profesional de Ciencias Económicas (Viamonte 1549, barrio porteño de San Nicolás) y será clausurada por el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Mario Aurelio Poli.
Populorum progressio (latín: “El desarrollo de los pueblos”) es el título de la carta encíclica del Papa Pablo VI promulgada el 26 de marzo de 1967.
La encíclica está dedicada a la cooperación entre los pueblos y al problema de los países en vías de desarrollo. El Papa denuncia que el desequilibrio entre países ricos y pobres se va agravando, critica al neocolonialismo y afirma el derecho de todos los pueblos al bienestar. Además presenta una crítica al capitalismo y al colectivismo marxista. Finalmente propone la creación de un fondo mundial para ayudar a los países en vías de desarrollo.
¿Qué temas se desarrollan en esta encíclica?
El desarrollo integral del hombre.
La Iglesia y el Desarrollo.
Las acciones que se deben emprender para el Desarrollo.
Hoy celebramos a San Juan XXIII (latín: Ioannes
PP. XXIII) - Angelo Giuseppe Roncalli (1881-1963),
fue el papa número 261 de la Iglesia católica entre 1958 y 1963.
Angelo Roncalli nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, en
Lombardía, Italia.El ambiente religioso de su familia y
la vida parroquial bajo la guía del padre Francesco Rebuzzini, le
proporcionaron a Angelo formación cristiana. Un tío llamado
Zaverio fue el guía espiritual del pequeño Angelo desde el día del
bautismo hasta su ingreso en el seminario. La idea de hacerse sacerdote lo
motivó desde su infancia. Cuando su padre le reprochaba su poca dedicación a
los trabajos del campo, prefiriendo esconderse entres las viñas a leer y
estudiar, Angelo contestaba: "Quiero
ser sacerdote". El padre, aun siendo un hombre de fe profunda y
sincera, se oponía a la vocación del hijo porque le parecía una excusa para
dejar de trabajar. Fue el tío Zaverio, quien lo respaldó en su vocación y
consiguió la manera de hacerlo estudiar hasta entrar en el seminario de Bérgamo
a la edad de 11 años (1892).
---Desde su niñez podemos percibir que fue un hombre de fe---
Luego de una primera etapa en el
Seminario de Bérgamo, Angelo Roncalli En 1896 fue admitido en la Orden
Franciscana Seglar por el director espiritual del seminario de Bérgamo, el
padre Luigi Isacchi. Hizo una profesión de esa Regla de vida el 23 de mayo de
1897. Junto con otros dos estudiantes, es enviado a Roma para proseguir sus
estudios en el Seminario Romano del Apollinare.
En el 1901 desde allí escribe a sus
familiares:
"El Señor me quiere sacerdote; por
eso me ha colmado de beneficios, hasta mandarme aquí a Roma... No me hago cura
por cumplido, para hacer dinero, para hallar comodidades, honores, placeres,
sino solamente para hacer el bien, de cualquier modo, a la gente pobre."
Nacido en la pobreza, su opción de
vida, será siempre desde los pobres, contra la pobreza material y espiritual,
confiado en la voluntad de Dios. Antes de su ordenación el diácono escribe en
su "Diario del alma":
"¿Qué será de mí en el porvenir?
¿Seré un buen teólogo, un jurista insigne, o bien un simple cura? ¿Qué me
importa a mí todo eso? No debo ser nada más que todo eso, según los designios
de Dios."
---Cabe destacar que en sus palabras ya expresaba ser un gran hombre de
Fe obediente a la voluntad de Dios---
Ordenación
Sacerdotal
El 10 de agosto de 1904 fue ordenado
sacerdote en la basílica de Santa María de Monte Santo, en la Piazza del Popolo.2
En 1905, fue nombrado secretario del obispo de Bérgamo, Giacomo Radini
Tedeschi. Durante la Primera Guerra Mundial, ejerció primero como sargento
médico y más tarde como capellán militar. En 1921, fue llamado desde Roma por
el papa Benedicto XV para ocupar el cargo de presidente para Italia del
Consejo Central de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe.
---Aquí quiero detenerme, pues no me parece casualidad que este gran
hombre de Fe fuera convocado para
presidir el Consejo Central de la Obra Pontifica de la Propagación de la Fe
(Renombrada por Juan Pablo II como: "Congregación para la Evangelización
de los Pueblos"). Pues sin lugar a duda podemos decir que el Espíritu
Santo iluminó en ese momento al Papa Benedicto XV al elegir a Angelo Roncali
para llevar adelante esta tarea.---
Consagración Episcopal y Delegado Apostólico
El 19 de marzo de 1925 Angelo Giuseppe
Roncalli fue consagrado arzobispo titular de Areopoli; eligió como su lema
episcopal "Obedientia et Pax" (Obediencia y Paz). En Bulgaria, realizó su labor apostólica
visitando las comunidades católicas y estableciendo relaciones de respeto y
estima con otras comunidades cristianas, en especial de la Iglesia Ortodoxa. En
una ocasión en Bulgaria fue a visitar a unos heridos internados en un hospital
católico que trataba gratuitamente a todas las personas, independientemente de
su religión. Estos heridos fueron víctimas de un atentado contra el rey Boris
III en una catedral ortodoxa de Sofía, siendo ortodoxos que frecuentaban su
lugar de culto.
El rey búlgaro quedó tan impresionado
que lo recibió en audiencia privada, siendo un acto inédito porque los
visitadores apostólicos no gozaban de ningún estatuto diplomático y las
relaciones entre la minoría católica y la mayoría ortodoxa eran muy tensas.
Hechos como este constituyeron las bases de la futura delegación apostólica. En
efecto, su labor fue tan fructífera que se lo designó delegado apostólico para
Bulgaria el 16 de octubre de 1931. El 12 de enero de 1935 fue nombrado
delegado apostólico para Turquía. El mismo día se lo designó Delegado
Apostólico para Grecia, atendiendo desde Estambul los asuntos relativos a ambos
países. Durante la segunda guerra mundial intervino para socorrer a miles de
judíos durante las persecuciones de los nazi. El 23 de diciembre de 1944, el
papa Pío XII lo nombró nuncio apostólico de Francia. Contribuyó a
normalizar la organización eclesiástica en Francia, desestabilizada por los
numerosos obispos que habían colaborado con los alemanes. Gracias a su
cortesía, su sencillez, su buen humor y su amabilidad pudo resolver los
problemas y conquistar el corazón de los franceses y de todo el Cuerpo
Diplomático.
---En este párrafo anterior podemos ver que no solo era un gran hombre
de Fe sino también un hombre de mente y corazón abierto para todos, se hacía
cercano de los que sufrían y también de aquellos con los que había diferencias
religiosas---
Pontificado
El 28 de octubre de 1958, contando con
casi 77 años, Roncalli fue elegido Papa. Enseguida empezó una nueva forma de
ejercer el papado. Visitaba personalmente las parroquias de su diócesis. Al
cabo de dos meses de haber sido elegido, dio ejemplo de obras de misericordia: En
Navidad visitó los niños enfermos de los hospitales Espíritu Santo y Niño
Jesús; al día siguiente fue a visitar los prisioneros de la cárcel Regina
Coeli. En su primera medida de gobierno
vaticano, que le enfrentó con el resto de la curia, redujo los altos
estipendios (y la vida de lujo que, en ocasiones, llevaban los obispos y
cardenales). Asimismo, dignificó las condiciones laborales de los trabajadores
del Vaticano.
Tres meses después de su elección, el
25 de enero de 1959, en la Basílica de San Pablo Extramuros y ante la sorpresa
de todo el mundo anunció el XXI Concilio Ecuménico -que posteriormente fue
llamado Concilio Ecuménico Vaticano II-, el I Sínodo de la
Diócesis de Roma y la revisión del Código de Derecho Canónico.
El 11 de octubre de 1962 el papa
Roncalli abrió el Concilio Vaticano II en San Pedro. Este
Concilio cambiaría el rostro del catolicismo: una nueva forma de celebrar la
liturgia (más cercana a los fieles), un nuevo acercamiento al mundo y un nuevo
ecumenismo. Respecto de esto último, Juan XXIII había creado en 1960 el
Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos, una comisión
preparatoria al Concilio que más tarde permanecería bajo el nombre de Consejo
Pontificio para la Unidad de los Cristianos. Era la primera vez que la Santa
Sede creaba una estructura consagrada únicamente a temas ecuménicos. Desde la apertura del Concilio, el papa
Juan XXIII enfatizó la naturaleza pastoral de sus objetivos: no se trataba de
definir nuevas verdades ni condenar errores, sino que era necesario
renovar la Iglesia para hacerla capaz de transmitir el Evangelio en los nuevos
tiempos (un aggiornamento), buscar los caminos de unidad de
las Iglesias cristianas, buscar lo bueno de los nuevos tiempos y establecer
diálogo con el mundo moderno centrándose primero "en lo que nos une y no
en lo que nos separa".
---Como venimos leyendo en todo su caminar Angelo Roncalli demostró ser
un hombre de Fe, fue elegido como Sumo Pontífice y como Papa no solo demostró ser un hombre de
Fe sino que mostró ser un hombre firme en sus convicciones y decisiones, de
hecho por esa misma fe que tenia y al ver que en la Iglesia se necesitaba
realizar algunos cambios tomó estas tres decisiones muy importantes: Concilio
Ecuménico Vaticano II, Sínodo de los Obispos de Roma y la revisión del Código
de Derecho Canónico y también cabe destacar que como Papa de la
Iglesia mostró nuevamente su acercamiento e intención de dialogo y unidad con
todos los cristianos.---
Muerte y Canonización
El 23 de mayo de 1963 se anunció
públicamente la enfermedad del papa: cáncer de estómago que, según su
secretario Loris F. Capovilla, le fue diagnosticado en septiembre de 1962. El
papa no quiso dejarse operar temiendo que el rumbo del Concilio se desviara de
lo estipulado. Al fin, después de sufrir esa grave enfermedad, el papa Juan
XXIII murió en Roma el 3 de junio de 1963, a las 14:50Hs. Finalizó sus días sin
ver concluida su obra mayor, a la que él mismo consideró "la puesta al día
de la Iglesia". Fue sucedido por Pablo VI, quien en
1965 iniciaría el proceso de beatificación del propio Juan XXIII después de la
clausura del Concilio Vaticano II. Juan XXIII fue beatificado por Juan Pablo II
el 3 de septiembre de 2000, junto con el papa Pío IX. Su fiesta litúrgica quedó
fijada el 11 de octubre, día de la apertura del Concilio Vaticano II.
Cuando su cuerpo fue exhumado en el año
2000, corrió el rumor de que se hallaba incorrupto, pero fuentes del Vaticano
lo negaron, recordando que había sido embalsamado. Sus restos actualmente
descansan en la Basílica de San Pedro, en Roma.
Fue canonizado en una misma celebración
junto con San Juan Pablo II, el 27 de abril de 2014.
En la memoria de muchos, el papa Juan
XXIII ha quedado como "el papa bueno" o como "el
papa más amado de la historia". La Iglesia de Inglaterra lo
considera santo y tanto los anglicanos como los protestantes conmemoran a Juan
XXIII como "renovador de la iglesia".
---Para mi será recordado cariñosamente como "El
Revolucionario de la Fe". Recordemos el significado de Revolución: (del
latín revolutio, "una vuelta") es un cambio social fundamental en la
estructuras de poder. Sus orígenes pueden tener motivos de diversa índole,
un cambio tecnológico, un cambio social o un nuevo paradigma basta para que una
sociedad cambie radicalmente su estructura y gobierno. Yo no soy un especialista en Historia o Sociología y menos aun en
Historia de las Revoluciones pero tomando este concepto de revolución pues me
animo a decir que el pontificado de Juan XXIII ha sido una revolución,
obviamente pacifica, se produjo una "vuelta" en la Iglesia, un cambio
en una estructura de poder a nivel internacional, un cambio que tocó muy de
cerca a todo el mundo pero lo más importante para nosotros una revolución
que cambio la forma de transmitir la Fe y que abrió las puertas de la
Iglesia Católica al mundo.---
Por todo
esto, respetuosamente decido recordar a este gran hombre de Fe, Juan XXIII
como: "El Revolucionario de la
Fe"
El mártir siempre muere por odio a la fe (odium fidei). Es mártir quien, como
Cristo, muere agredido por el odio que inspira el amor que encarna en su vida. Benedicto
XVI explicaba en un discurso a la Congregación
para la Causa de los Santos que “es necesario que aflore directa o
indirectamente, aunque siempre de modo moralmente cierto, el odium fidei del perseguidor. Si falta
este elemento... no existirá un verdadero martirio según la doctrina teológica
y jurídica perenne de la Iglesia”.[1]
Al presentar la noción conciliar de martirio habíamos dicho
que el acento está puesto en el amor del testigo, no tanto en su profesión de
fe. Más aún, el planteo no apunta exclusivamente a los motivos del que mata
sino a los motivos del que muere. Mira más a la víctima que al verdugo. Por
eso, odium fidei no es sólo odio a la
profesión de la fe, al hecho de ser cristiano (como era el caso de los primeros
mártires del cristianismo u hoy frente a cierto fundamentalismo islámico). Es
también odium fidei, el rechazo hacia
conductas que son consecuencias de la fe. Esto ya podía encontrarse en la
doctrina clásica cuando Santo Tomás se pregunta “si sólo la fe es causa del
martirio” (ST II-II q124, a5). Allí explica que “a la verdad de la fe pertenece
no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa, la cual se
manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también con
obras por las que se demuestra la posesión de esa fe” (ibíd.). Ilustra la
afirmación con el ejemplo a Juan el Bautista, quien es considerado mártir y no
murió por defender la fe sino por reprender un adulterio (argumento similar al
de Rahner respecto de María Goretti). A lo que agrega que la muerte por
“cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto referido a Dios” y
que “el bien de la república es el principal entre los bienes humanos” (ibíd.).
Es claro que la justicia es un valor que contribuye al “bien de la república”.
Más explícitamente lo señala en el comentario a la Carta a los Romanos (c.8, l.7)
cuando afirma: “padece por Cristo no sólo
el que padece por la fe de Cristo, sino por cualquier obra de justicia, por
amor de Cristo”.
Mostraría una concepción demasiado intelectualista de la fe
pensar que el odium fidei solo puede
aplicarse cuando la agresión se produce explícitamente contra la doctrina
cristiana. Además, como bien señala J. González Faus, llevaría a la paradoja de
sostener que “sólo un no cristiano podría
provocar mártires. Sólo un emperador Juliano, o un gobierno ateo. Un cristiano,
por cruel que fuese, no podría provocarlos pues, si se confiesa cristiano, no
odiará la fe”.[2] Por eso
puede decirse que el odium fidei debe
entenderse como un odium amoris. Esto
es, una aversión criminal hacia las actitudes con las que el mártir testimonia
su amor a Cristo.
El odium fidei de las dictaduras latinoamericanas
Desde este marco teológico podemos afirmar claramente que quien
sufre la muerte por oponerse desde sus convicciones cristianas a gobiernos
terroristas puede identificarse como mártir. Aun sin olvidar que los verdugos
-en el caso de Ponce de León, Angelelli, Romero, y tantos mártires
latinoamericanos- fueron muchas veces militares católicos, que actuaban pretendidamente
en defensa del cristianismo y con la anuencia de algunos sectores de la
Iglesia. Lo que hay es odio a una de las consecuencias de la fe de estos
testigos: la justicia. Un valor ineludible en la construcción de una paz
verdadera.
En la causa de beatificación de monseñor Romero, se optó por
establecer este odiumfidei indirecto. Para ello la Positio entabló tres puntualizaciones:
1) hubo persecución en El Salvador; 2) su violencia fue dirigida hacia miembros
de la Iglesia; 3) la misma persecución agredió a monseñor Romero. Los
postuladores de la causa de beatificación plantearon que el obispo mártir optó
por ser fiel totalmente a lo que la Iglesia proclama en su magisterio, y esa
fidelidad específicamente provocó a sus perseguidores a asesinarlo. Al hacerlo,
dejaron entrever su odio a la fe cristiana.[3]
Estas aclaraciones son importantes porque la memoria de
estos obispos está muchas veces envuelta por la bruma de sospecha de lo que
podríamos llamar un prejuicio ideológico. Creer que su muerte tuvo que ver exclusivamente
con la política, que pagaron el precio de ser agitadores políticos en tiempos
difíciles. Lo decíamos al referir lo que cuenta Maccise sobre el cardenal
romano que pensaba que Romero “se la había buscado”. Otro testimonio
contundente sobre este prejuicio que flotaba sobre Romero lo da el Papa
Francisco cuando explica que el obispo salvadoreño siguió siendo mártir después
de morir: “El martirio de monseñor Romero
no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio-testimonio,
sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también
posterior, porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso–
fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso
por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo de oídas, he
escuchado esas cosas”.[4]
Las actitudes de estos mártires, si bien podían ser
políticas, en el fondo tenían motivos de fe. La historia los puso en la
encrucijada de tener que decidir entre encarnar como obispos hasta el fondo lo
que enseña la Iglesia o salvar sus vidas (“el
que encuentre su vida la perderá…” Mt 10,39). Plena conciencia de esta
dramática opción tenía Romero cuando en una carta dirigida a la Congregación
para los obispos en 1978 escribía: “qué
difícil es querer ser fiel totalmente a lo que la Iglesia proclama en su
magisterio, y qué fácil, por el contrario, olvidar o dejar de lado ciertos
aspectos. Lo primero conlleva muchos sufrimientos; lo segundo trae mucha
seguridad, tranquilidad y la ausencia de problemas. Aquello suscita acusaciones
y desprecios; esto último alabanzas y perspectivas humanas muy halagüeñas”.[5]
4. El Getsemaní de Ponce
Si volvemos al caso de Ponce de León vemos que él también vivió
esa encrucijada decisiva en los últimos meses de su vida. Era consciente de que
el cerco se cerraba. Desde el golpe del 24 de marzo de 1976 la relación con
Saint Amant era cada vez más espesa. A la semana se produce la detención de
tres sacerdotes y las tensas negociaciones por sus libertades. El 2 de julio de
ese mismo año, un grupo armado con ropas de civiles que dicen ser de la policía
irrumpe y registra toda la casa donde Ponce tenía viviendo a sus seminaristas
en la ciudad de Buenos Aires. Sólo dos días después se produce la masacre de la
comunidad de palotinos en el barrio de Belgrano. Los cuerpos de los tres
sacerdotes y los dos seminaristas acribillados en San Patricio, fueron un golpe
duro y revelador para él. Uno de los asesinados, Alfredo Kelly, había estado
varios años en la diócesis y era su amigo y confesor. Un mes después, el 4 de
agosto, con la muerte de Angelelli, entendió que una mitra y un anillo
episcopal no eran obstáculo para la enajenación de estos generales. Las amenazas
eran cada vez más creíbles y el espiral de muerte se iba estrechando sobre él.
A pesar de esto, Ponce no cejaba en sus gestiones por quienes el gobierno consideraba
enemigos. Incluso llevando adelante reclamos personalmente ante los más altos
mandos militares como en el caso del sacerdote López Molina.
Seguramente vivió su propio Getsemaní: la serena certeza de
que su actitud lo llevaba a la muerte pero que no podía cambiar su conducta sin
sentir en lo más profundo que traicionaba a Cristo y se traicionaba a sí mismo
si se tapaba los oídos frente al dolor de los familiares de desaparecidos que golpeaban
su puerta. Sudó sangre en soledad, preparándose para el calvario, mientras escribía
en su testamento “no tener enemigos, no
guardar rencor ni odio a persona alguna; si ofendí a alguien pido perdón y si
alguien se considerase deudor, queda perdonado” y pedía unas exequias
sencillas, sin flores y que “la limosna
se destine para los pobres, mis amigos e intercesores”. El Sanedrín
inflamaba cartas de odio mientras él pedía que el Señor lo reciba “como a hijo pródigo, ya que no supe
aprovechar estando siempre en la casa del Padre” y se confiaba al “glorioso patriarca San José, a quien
encomiendo mi última hora”.[6]
No sabemos lo que
pasó en el instante decisivo. Sí sabemos que le estaban apuntando. Y que un
dedo asesino tensaba el gatillo. La persecución que sufría era real y feroz,
con un impresionante poder de fuego que incluso ya había matado a un obispo
pocos meses antes. Pero no queremos ahora mirar ese momento desde el lado del verdugo.
Confiamos en que la justicia algún día arroje luz sobre ese aspecto. Lo que queremos
ahora es recibir el testimonio del corazón de Ponce, identificado con el Buen
Pastor en su ministerio episcopal, ahora convertido en el Crucificado. Estaba
dispuesto. La humillación, el terror, la angustia, la desesperanza, cada dolor
que le trajeron lo fue cargando y se le fue hilvanando como una cruz en su cuero
para preparar este encuentro. Desde el cielo, San José y sus amigos los pobres
le alcanzaban la corona.
Su testimonio, al igual que el de tantos otros, tiene mucho
para decirnos. El mártir es sangre que habla. Y habla de Dios en una historia
concreta. Entre mártires y confesores la Iglesia argentina contó con una
verdadera nube de testigos del Reino en esos años de dolor. Se trata de un
grupo importante, aunque difícil de cuantificar. Ya en 1986, el libro de E.
Mignone Iglesia y dictadura: el papel de
la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, presentaba
como víctimas de la representación estatal a sesenta y dos sacerdotes, once
seminaristas, cuatro religiosos y religiosas y dos obispos. Dando un total de
setenta y nueve víctimas en el período 1974-1983. Estudios actuales dan cifras
superiores.[7] Esto sin
contar la gran cantidad de laicos que sufrieron represión por acercarse a los
pobres desde instituciones eclesiales.
Es cierto que los mártires son un regalo de Dios para sus
pueblos. Pero un regalo conflictivo, una bandera discutida que se levanta para
exhibir un amor insoportable en un mundo que sigue estructurado sobre la
injusticia. Taparse los oídos frente al grito de esa sangre derramada, no
escuchar el clamor de las multitudes que sufren, es cerrarle el corazón a Dios.
Poco antes de su muerte, Romero gritaba proféticamente: “sería triste que en una Patria donde se esté asesinando tan
horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son
el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo”.[8] Su
sangre esparcida sobre el altar rubricó que la Iglesia salvadoreña no sufrió
esa tristeza. Tampoco nuestra Iglesia vivió esta aflicción, que en tiempos del
horror y marcada con el estigma de la traición de algunos, conoció también la
gloria de los testimonios de Angelelli, Ponce de León, y tantos otros. Pero hay
otra tristeza, patrimonio de estos tiempos, la de ver que la Iglesia se niega a
aceptar el raudal de gracia que Dios nos ofrece en esos martirios…
[1]Benedicto XVI, Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en la sesión
plenaria de la Congregación para las causas de los santos, 24/4/2006, www.vatican.va.
[2] J.I. GonzálezFaus,
“El mártir testigo del amor”, Revista Latinoamericana de Teología 55 (2002), 33-46,
p.41.