sábado, 25 de octubre de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP



Lecturas del día:
libro de Eclesiástico 35,12-14.16-18. Salmo 34(33),2-3.17-18.19.23. Segunda Carta de San Pablo a Timoteo 4,6-8.16-18.

Evangelio según San Lucas 18,9-14.

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".

Homilía por Fray Emiliano Vanoli OP.

Andar en verdad, andar con Dios

Dice Santa Teresa de Ávila que la humildad es “andar en verdad”. Esto es: conocerse a sí mismo y aceptar tanto lo bueno como lo mano, a fin de llevar una vida ajustada a la realidad de lo que somos. Precisamente el Evangelio de este domingo trata de este “andar en verdad” como condición para poder entrar en relación con Dios.

Como ocurre habitualmente en el Evangelio, Jesús adapta su enseñanza a la situación y al público que tiene delante. San Lucas pone en contexto las palabras del Señor en el Evangelio de este Domingo al declarar: “refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás.” Esta actitud a la que se refiere el Señor es por lo tanto la clave de lectura: creerse santo y considerar que los demás son pecadores. Se trata de la soberbia que, precisamente, es lo contrario de la humildad.

A través de la parábola Jesús presenta estas ideas encarnadas en dos personajes que, aunque no sean figuras históricas, representan muy bien las actitudes o modos de presentarse frente a Dios comunes en su época, y, probablemente, lo siguen siendo hoy.

El fariseo es un hombre soberbio, considera que frente a Dios debe acusar a sus hermanos (de ladrones, injustos, adúlteros) y presentar sus obras que no solo considera buenas, sino incluso que van más allá de la exigido por la ley (ayuna más veces, paga más impuestos). El publicano, por el contrario, reconoce su realidad sin compararse con nadie, con gestos de humildad (se mantiene a distancia, sin levantar los ojos, golpea su pecho), y pide misericordia a Dios.

Ahora bien, uno podría pensar que la diferencia entre ambos está simplemente en la actitud que tienen frente a Dios, manifestada en sus gestos, y en el contenido de su oración, expresado por sus palabras. Sin embargo, hay algo más de fondo aquí que nos habla de la naturaleza misma de la oración a Dios.

Si rezar es en definitiva elevar el corazón a Dios, y no simplemente decir algunas oraciones, entonces el fariseo, aun cuando se trasladó hasta el templo, ni siquiera ha comenzado a rezar. En su soberbia ha confundido el lugar material donde se realiza el culto con el hecho de estar en presencia de Dios. En cambio, para el publicano el templo es la ocasión donde experimentar en la verdad de su corazón la misma presencia de Dios y su perdón.

Dicho en otras palabras, el publicano jamás rezó, su soberbia y satisfacción consigo mismo jamás le permitieron abrirse a Dios, por el contrario, ha quedado atrapado en sí mismo. En cambio, la humildad y el reconocimiento de su realidad permiten al publicano no solo salir de sí mismo, sino el encuentro con Dios e incluso el perdón de sus pecados.

El Señor nos habla hoy a nosotros a través de esta misma parábola, para recordarnos cómo debemos rezar. Los peligros de la soberbia y de la satisfacción desordenada con la propia vida son un obstáculo para tener el corazón en Dios. Necesitamos conocernos y aceptar lúcidamente donde estamos en este momento de la vida, a fin de reconocer con esperanza la necesidad que tenemos de Dios. Pidamos al Señor que nos dé un corazón humilde como el del publicano, capaz de andar en verdad, para poder alcanzarlo y andar en su presencia allí donde fuera que estemos.


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