Evangelio según San
Lucas 18,9-14.
Refiriéndose a algunos que se
tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro,
publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los
demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese
publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios
mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero.
Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será
ensalzado".
Homilía por Fray Emiliano
Vanoli OP.
Andar en verdad, andar con
Dios
Dice Santa Teresa de Ávila que la
humildad es “andar en verdad”. Esto es: conocerse a sí mismo y aceptar tanto lo
bueno como lo mano, a fin de llevar una vida ajustada a la realidad de lo que
somos. Precisamente el Evangelio de este domingo trata de este “andar en
verdad” como condición para poder entrar en relación con Dios.
Como ocurre habitualmente en el
Evangelio, Jesús adapta su enseñanza a la situación y al público que tiene
delante. San Lucas pone en contexto las palabras del Señor en el Evangelio de
este Domingo al declarar: “refiriéndose a algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás.” Esta actitud a la que se refiere el Señor es por lo
tanto la clave de lectura: creerse santo y considerar que los demás son
pecadores. Se trata de la soberbia que, precisamente, es lo contrario de la
humildad.
A través de la parábola Jesús
presenta estas ideas encarnadas en dos personajes que, aunque no sean figuras
históricas, representan muy bien las actitudes o modos de presentarse frente a
Dios comunes en su época, y, probablemente, lo siguen siendo hoy.
El fariseo es un hombre soberbio,
considera que frente a Dios debe acusar a sus hermanos (de ladrones, injustos,
adúlteros) y presentar sus obras que no solo considera buenas, sino incluso que
van más allá de la exigido por la ley (ayuna más veces, paga más impuestos). El
publicano, por el contrario, reconoce su realidad sin compararse con nadie, con
gestos de humildad (se mantiene a distancia, sin levantar los ojos, golpea su
pecho), y pide misericordia a Dios.
Ahora bien, uno podría pensar que
la diferencia entre ambos está simplemente en la actitud que tienen frente a
Dios, manifestada en sus gestos, y en el contenido de su oración, expresado por
sus palabras. Sin embargo, hay algo más de fondo aquí que nos habla de la
naturaleza misma de la oración a Dios.
Si rezar es en definitiva elevar
el corazón a Dios, y no simplemente decir algunas oraciones, entonces el
fariseo, aun cuando se trasladó hasta el templo, ni siquiera ha comenzado a
rezar. En su soberbia ha confundido el lugar material donde se realiza el culto
con el hecho de estar en presencia de Dios. En cambio, para el publicano el
templo es la ocasión donde experimentar en la verdad de su corazón la misma
presencia de Dios y su perdón.
Dicho en otras palabras, el
publicano jamás rezó, su soberbia y satisfacción consigo mismo jamás le
permitieron abrirse a Dios, por el contrario, ha quedado atrapado en sí mismo.
En cambio, la humildad y el reconocimiento de su realidad permiten al publicano
no solo salir de sí mismo, sino el encuentro con Dios e incluso el perdón de
sus pecados.
El Señor nos habla hoy a nosotros
a través de esta misma parábola, para recordarnos cómo debemos rezar. Los
peligros de la soberbia y de la satisfacción desordenada con la propia vida son
un obstáculo para tener el corazón en Dios. Necesitamos conocernos y aceptar
lúcidamente donde estamos en este momento de la vida, a fin de reconocer con
esperanza la necesidad que tenemos de Dios. Pidamos al Señor que nos dé un
corazón humilde como el del publicano, capaz de andar en verdad, para poder
alcanzarlo y andar en su presencia allí donde fuera que estemos.
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