miércoles, 8 de mayo de 2024

Vivir hoy la paz del Resucitado






En este tiempo de Pascua que estamos viviendo nos venimos encontrando en los evangelios dominicales con al menos un elemento que se mantiene a lo largo de todos ellos y sobre el que me gustaría reflexionar, es el tema de la paz. En los relatos evangélicos de las últimas tres semanas, vimos las apariciones post-pascuales de Jesús a la comunidad, donde Él explícitamente les concede el don de la Paz a los apóstoles. En el relato de este último domingo, la paz la encontramos como fruto más evidente de la experiencia de saberse amado por Dios, reconocernos como aquella ovejita rescatada por Jesús, nuestro Buen Pastor. Por lo tanto, encontramos que el tema viene resonando bastante.

                                         

Sin embargo, rezar con esto se vuelve difícil en los tiempos que corren. La realidad socio-económica que vivimos en nuestro propio país no es fácil ni pacífica. Y ni hablar si abrimos los diarios en las secciones internacionales: Ya son demasiados meses en los que se han prolongado las guerras en Medio Oriente y en Ucrania, que además han ido creciendo en una escalada de violencia inusitada. Como si la realidad no fuera difícil de por sí, los medios masivos de comunicación se encargan de presentarnos a diario un panorama oscuro y apocalíptico.

Y en estos momentos difíciles donde más nos salen al encuentro los textos evangélicos pascuales, en Jesús que nos promete dar la paz. Surge entonces la pregunta ¿cómo o dónde vivir esa paz? ¿Cómo se encarna esa paz en mi vida y en la realidad que toca vivir hoy sin caer en un escapismo o enajenamiento? Es allí donde me encuentro con la importancia y la necesidad de la oración. Desde mi experiencia, la única manera de encauzar y entender los signos de los tiempos actuales, es en primera instancia en el diálogo cercano e íntimo con el Señor.

                                   

Alguien me podrá argumentar: Pero ¿cómo afecta positivamente a los pobres niños de Gaza si yo soy capaz de frenar un momento al día a encontrarme con el Señor? ¿Es acaso la oración como otra manera de sedación como lo es el pasarse la vida scrolleando en las redes sociales desde la comodidad de mi casa? Pues por lo pronto, si el mal Espíritu está generando tantas guerras, por lo menos no triunfa en mi vida inquietándome y llenándome de angustia. Es pues esa angustia paralizante e inútil, que me empuja y adormece hacia una vida sobrevivida, scrolleada y no vivida en primera persona. Actitudes que por lo general terminan en poner el foco en mí mismo y/o en lo negativo de la realidad, convirtiendo este precioso tiempo que tenemos para amar y hacer el bien, en tiempo infructuoso e inútil. Estancándonos en un círculo vicioso cada vez más difícil de escapar.

Por otro lado, y he aquí mi invitación central, es la de en la oración ofrecer aquellas pequeñas cosas de la vida para aquellos que tan mal la están pasando. Me gusta pensar que si el acto más horrible jamás pensando, como fue la incruenta muerte del Hijo de Dios, pudo ser el acto de Amor más grande jamás imaginado, pues siguiendo esa lógica histórico-salvífica, ¿no puedo yo en Cristo ofrecer eso que me cuesta enfrentar el día de hoy por aquellos que sufren? Mi experiencia vital dice que sí, y que he visto el obrar de Dios de maneras sorprendentes por medio de pequeñas cosas ofrecidas en Su Nombre.

                                      

Recurro aquí también a los testimonios de muchos cristianos que hicieron experiencia de esta misma práctica de unirse a la cruz de Cristo y fueron ofreciendo su vida en tiempos de guerras y dificultades, algunos de ellos hasta fueron capaces de dar la vida por Cristo. Cuenta Alejandro Dziuba, quien estuvo en Auschwitz en 1940 que el Padre san Maximiliano Kolbe les decía a él y sus compañeros de barracas “Yo no le temo a la muerte; temo al pecado” y persistía en alentarlos a no tener miedo a morir y en cambio ocuparse de la salvación de sus almas, señalandoles a Cristo como el único apoyo seguro y la ayuda con la que podían contar. A su vez ellos veían como el mismo Maximiliano ponía toda su vida en el campo de concentración en manos de Dios. “He conocido muchos sacerdotes, pero ninguno que tuviera una fe tan profunda y vía como la del Padre Maximiliano” concluía en su relato este valiente sobreviviente[1].

Es hermosa la reflexión de Maria Skobtsova, santa ortodoxa martirizada contemporáneamente, en el campo de concentración de Ravensbrück, cuando escribe durante la guerra: En este preciso momento sé que cientos de hombre se enfrentan a lo más grave que existe, a la gravedad misma: la muerte. Sé también que otros miles están a punto de hacerlo. […] Con todo mi ser, con toda mi fe, con toda la fuerza de mi espíritu sé que en este preciso momento Dios mismo visita su mundo. Y este mundo puede recibirle, abrirle su corazón. Si lo recibimos, nuestra vida caída, temporal, pasará en un instante a quedar sumergida en las profundidades de la eternidad y nuestra elección humana se hará semejante a la cruz del Dios hecho hombre. Entonces, en el mismo centro de nuestro sufrimiento mortal, veremos las vestiduras blancas del ángel, que nos dirá: «el que estaba muerto, ya no está en el sepulcro». Entonces la humanidad entrará en la alegría pascual de la resurrección.[2]



[1] Patricia Treece, Maximiliano Kolbe, un hombre para los demás. Testimonios de quienes lo conocieron, Ed. De la Inmaculada, p. 187

[2] Madre María Skobtsova, El sacramento del Hermano, la guerra como revelación, ed. Sigueme. p.180

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