Lecturas del día: Libro de Ezequiel 47,1-2.8-9.12. Salmo 46(45),2-3.5-6.8-9. Carta I de San Pablo a los Corintios 3,9c-11.16-17.
Evangelio según San
Juan 2,13-22.
Se acercaba la Pascua
de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores
de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y
sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a
los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de
mi Padre una casa de comercio".
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa
me consumirá.
Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar
así?".
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a
levantar".
Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para
construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él se refería al templo de su cuerpo.
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho
esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Homilía por Fray Josué
González Rivera, OP
“¿No saben
que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”
Nos encontramos
en este domingo donde el tema de la liturgia se centra en el templo. El templo
como una dimensión física, cuando nos referimos a la materia, al edificio que
es el lugar propicio donde nos encontramos con Dios. Pero no podemos obviar la
dimensión espiritual, en la que el templo es nuestro propio cuerpo donde habita
el Espíritu Santo. San Pablo, en su carta a los Corintios, nos lo recordaba con
claridad: “Ustedes son el templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en
ustedes”. No hay palabras más directas para comprender que ese templo del que
habla el Evangelio no es únicamente de piedra, sino que está edificado con
vidas, con corazones, con fe. Por el sacramento del Bautismo, nos adherimos a
ese templo que es también la Iglesia.
Hace tiempo
alguien me preguntaba: si Dios está en todas partes, ¿por qué tengo que ir a la
Iglesia?, entendiendo que se referían al templo. El mismo Evangelio dice que
puedes rezar cerrando la puerta de tu habitación. Y es verdad que, en donde
estemos, en el momento que sea, podemos dirigirnos a Dios, podemos elevar
nuestra plegaria. Dios está en todas partes, pero en un lugar en especial
podemos encontrar el ambiente propicio para disponernos en cuerpo, alma y
espíritu, para hablar con Dios, para encontrarnos con su presencia
santificadora. Es verdad, podríamos comer o dormir en cualquier parte; no es
necesariamente en una mesa o en una cama. Pero hay lugares propicios donde
realizamos esa actividad de forma más plena, porque no da lo mismo hacerlo en
un lugar que en otro. No digo que no haya excepciones, y las puede haber, pero
lo óptimo y lo propicio es que busquemos los lugares propios.
El lugar propio
para acercarnos a Dios es el templo privado en nuestro corazón, pero también es
el templo de la Iglesia. La primera lectura del profeta Ezequiel nos mostraba
cómo del templo brota un río que da vida, que fecunda, que hace fértil todo lo
que toca. Es una imagen hermosa de la gracia de Dios que mana de su presencia y
que, como el río del templo, llega a nosotros para sanar y dar vida. El salmo
que hemos proclamado nos recordaba: “El río alegra a la ciudad de Dios”, es
decir, a la comunidad de los creyentes donde habita el Altísimo. Podemos hacer
cosas de forma privada y personal, pero cuando vamos al templo, cuando buscamos
el lugar propicio, también somos llamados a la comunión, al compartir, al
darnos cuenta de que no somos un miembro privado, sino que estamos dentro de
una comunidad; de que cada una, cada uno, es una piedra viva que construye el
templo de la casa de Dios. No estamos hablando solo de un edificio, sino de una
comunión viva en la que Dios se manifiesta. Esta metáfora del templo nos da
para mucho y nos ayuda, pues, a descubrir cómo formamos parte de este cuerpo de
Cristo, cómo nosotros también estamos llamados a resucitar como parte del
cuerpo de nuestro Señor.
El Evangelio de
san Juan nos muestra a Jesús purificando el templo, recordando que no se trata
de un lugar para el comercio o el interés, sino de la casa del Padre. Con esa
acción, Cristo nos enseña que también el templo interior, nuestro corazón, debe
ser purificado de todo aquello que lo contamina o lo distrae de su verdadera
finalidad: ser morada de Dios.
La fiesta de hoy
es especial porque celebramos el lugar donde está la cátedra del Obispo de
Roma, el Papa, pastor de toda la Iglesia. Nos adherimos a esta festividad,
incluso en domingo, porque es el recuerdo de que somos parte de esa Iglesia
universal, es decir, católica; que, a pesar de las diferencias de distinta
índole, la fe y los sacramentos, el Bautismo y la comunión, nos hacen parte del
mismo templo, o sea, parte del mismo cuerpo, al que estamos llamados a darle
vida cada uno desde su propia vocación, desde su propio carisma y con sus
propios dones y talentos.
Así también el
templo de nuestro corazón y de nuestra comunidad debe ser fuente de vida, lugar
desde el cual el Espíritu se derrama sobre el mundo. Que podamos profundizar en
la riqueza de esta vida, que podamos seguir cuidando nuestro templo material y espiritual,
nuestro cuerpo y nuestra alma, para seguir alabando a Dios. Así sea.
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