domingo, 14 de diciembre de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP


Lectura del día; Libro de Isaías 35,1-6.10. Salmo 146(145),7-10. Epístola de Santiago 5,7-10.

Evangelio según San Mateo 11,2-11.

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle:  "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?".
Jesús les respondió: "Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven:
los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres.
¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!".
Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: "¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.
¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta.
Él es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino.
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.

Homilía por Fray Josué González Rivera, OP

“Feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo”

Entramos en la tercera semana de Adviento con el llamado domingo de la alegría (Gaudete). Una vez más, la Palabra de Dios nos convoca a la esperanza: la certeza de sabernos acompañados por el Señor Jesús, que viene, se entrega y se nos da para que tengamos vida, y vida en abundancia.

Esta esperanza no es ingenua. Surge, más bien, como una pregunta inevitable: ¿cómo hablar de alegría en medio de tanta violencia, confusión e incertidumbre? Somos conscientes de la complejidad del momento histórico que atravesamos; sin embargo, la esperanza evangélica nos impide dejarnos vencer por el mal que se hace visible en el mundo y nos abre a la convicción de que ese mal no tiene la última palabra.

El profeta Isaías no es ajeno a este desafío. Escribe en un tiempo en el que el pueblo de Dios se encuentra amenazado por potencias extranjeras y en el que sus gobernantes parecen haber perdido el rumbo. Aun así, movido por la esperanza, anuncia gozo y victoria, porque Dios promete a su Mesías, quien librará a su pueblo de todo mal. De modo semejante, el apóstol Santiago, en un contexto de persecución contra los cristianos dentro del ámbito judío, exhorta a la perseverancia y a la paciencia.

Jesús es el cumplimiento pleno de la Palabra anunciada por Isaías. En Él se manifiestan los signos que confirman que el Reino de Dios ya está presente en la historia.

Desde la cárcel, Juan el Bautista envía a preguntar a Jesús si Él es realmente el que debía venir. Esta pregunta no es ajena a nuestra propia experiencia. También nosotros, desde nuestras “prisiones”: miedos, límites, heridas y prejuicios; contemplamos la obra de Dios y, no pocas veces, nos interrogamos sobre el sentido de lo que vemos y escuchamos. Es necesario presentar al Señor aquello que nos inquieta, nos preocupa y nos llena de esperanza. Desde nuestras limitaciones, preguntémosle por lo que llevamos en el corazón, por lo que nos espera, por los retos y proyectos que se abren ante nosotros.

Jesús responde no con discursos abstractos, sino con hechos concretos: los signos, las curaciones y la predicación que atestiguan que Dios está actuando realmente. Muchos esperaban un Mesías de carácter político o militar —quizá incluso el mismo Juan lo imaginó así—, pero la acción de Jesús se sitúa en otro horizonte. No responde al mal con más violencia ni combate la opresión desde la fuerza. Jesús enfrenta el mal desde la compasión y el servicio; su salvación alcanza integralmente a la persona, restaurando cuerpo, mente y espíritu.

Desde esta perspectiva, Jesús proclama una bienaventuranza que interpela especialmente en tiempos de prueba: la felicidad de quien no se escandaliza de un Mesías que viene en la humildad, con un mensaje de servicio, amor y salvación.

A la luz de este domingo de la alegría, el Adviento se presenta como una invitación concreta a encarnar la esperanza que profesamos. No se trata de una actitud pasiva ni de un optimismo superficial, sino de una disposición interior que se traduce en gestos, decisiones y opciones cotidianas. Acoger al Señor que viene implica revisar nuestras expectativas, purificar nuestras imágenes de Dios y disponernos a reconocer su presencia allí donde la vida es restaurada y la dignidad humana es defendida.

Practicar este mensaje exige aprender a mirar la realidad con los ojos del Evangelio, sin negar el dolor ni la complejidad del mundo, pero sin renunciar a la confianza en la acción silenciosa de Dios. Significa perseverar en el bien, ejercer la paciencia activa, optar por la compasión y el servicio como formas concretas de resistencia al mal. Así, la alegría cristiana deja de ser un sentimiento abstracto y se convierte en un testimonio creíble.

Que este tiempo de Adviento nos disponga, entonces, a salir de nuestras propias prisiones, a dejarnos interpelar por los signos del Reino y a vivir de tal modo que no seamos motivo de tropiezo, sino mediación de esperanza. En la medida en que hagamos visible, con nuestra vida, el rostro humilde y misericordioso de Cristo, prepararemos verdaderamente el camino del Señor que viene.

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